
Escrito por Rafael J. Rodríguez Pérez
Reynaldo González, Premio Nacional de Literatura, cumple 80 años. Recuerdo aquella tarde de octubre, en Bayamo cuando conversamos en la casa natal del Padre de la Patria. Reynaldo González es uno de los más notables escritores cubanos: ensayista, poeta, novelista y periodista. Es miembro de la Academia Cubana de la Lengua y director fundador de la revista literaria La Siempreviva. Cualquiera diría que para hablar con el señor González, Premio Nacional de Periodismo Cultural, Premio Ítalo Calvino y siete veces Premio de la Crítica Literaria habría que agotar protocolos. Nada de eso. Reynaldo es como Cuba, la verdadera: talento puro, llaneza y simpatía.
Reynaldo González: un periodista “chapisteador”…
Soy un autodidacta en casi todo. La vida no me permitió algunas cosas. Mi familia entró directamente a la lucha clandestina contra la dictadura; y éramos solemnemente pobres. Un personaje de mi libro La fiesta de los tiburones dice: «…éramos pobres y teníamos hambre hasta para regalar». Eso mismo pasaba en mi casa. Mi padre había muerto antes de yo nacer. Mi madre peleó lo que pudo; pero eso sí, nos obligó a estudiar. Ella decía: «Hay que hacerse gente, porque el pobre ni gente es…» Entonces todos nos aplicamos. Yo me hice «periodista chapisteador». Me gusta llamarle así. Ya dirigía la página tres del periódico Revolución cuando me dijeron: «Apártate un mes para que te hagas periodista como Dios manda». Era una especie de curso intensivo, al que llamé «chapisteo». Ya estaba escribiendo un «periodismo de altura», aunque comencé como todos los principiantes: haciendo lo peor. Tuve que escribir hasta de la inseminación artificial. Me encargaban las cosas más tremendas. Si en Cuba, al triunfo de la Revolución, hubieran quedado burdeles, ten por seguro que la crónica me iba a tocar a mí.
¿Cuáles fueron las primeras lecturas de Reynaldo González?
Pero, antes de llegar al «chapisteo», te diré cuales fueron mis primeras lecturas y algunas de las cosas que marcaron mi vida. Yo tenía un primo enfermo al que adoraba. Era lo que entonces se conocía como un «tuberculoso encartonado», pues a partir de 1945, cuando surgieron los antibióticos sintéticos, fue posible «detener» buena parte de la carga mortal de esa enfermedad. Se lograba inyectando a los enfermos dosis continuas, de modo que el primo podría, quizás, «morir de un callo», pero de la pleura, nunca. Aun así, él no podía hacer nada y permanecía acostado, leyendo. Estaba suscrito a varias editoriales argentinas y españolas. Por ese entonces, empiezan a ser publicados los escritores que han padecido la guerra y eso cae en mis manos, gotea. No había leído ninguna literatura infantil, sino que comencé a leer fuertemente la literatura de post-guerra, es decir Sartre, Beauvoir, Malaparte, Remarque…
Era algo bien fuerte, y eso, sumado a que era un poco nostálgico, huérfano de padre y con algunos problemas de personalidad, me volvieron un niño taciturno. Aquellas lecturas propiciaron eso. Mi madre se asombraba de mis preferencias y tenía, quizás, un poco de miedo. Entonces, para controlarme un poco, pues también la molestaba a todas horas preguntando por el significado de cientos de palabras que no conocía, buscó una libreta de negocios, de aquellas que decían «debe» y «haber», y me dijo: «Cuando encuentres una de esas palabras «raras», anótala aquí, y por la noche jugamos al diccionario».
El juego consistía en buscar la palabra en el diccionario y copiar su significado. Eso me encantaba. Así me hice de una gran colección de vocablos de los cuales estoy orgullosísimo. Hace muy poco, para mi cumpleaños, mi hermano me llamó desde Ciego de Ávila y me empezó a decir algunas palabras que antes lo agobiaban, cuando yo mortificaba a todos preguntando. Así me hice de una cultura idiomática fuerte y siempre creciente, pues no paraba de buscar nuevos vocablos. Cuando llegó el periodismo y la literatura, aquella afición de la niñez fue sumamente útil.
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¿Cómo es el acto creador de la escritura en Reynaldo González?
Es como caminar y avanzar, buscar tus propias salidas y hallarles otro sentido a las cosas. Siempre escribo respondiendo preguntas. Por ejemplo, no conocía la historia de la Cuba de los años 20. Entonces me interesé en saber algo más y decidí estudiar desde la instauración de la República, en 1902, por lo menos hasta Machado. Supe que el general José Miguel Gómez había administrado el central Stewart; entonces aproveché una convocatoria a los escritores para participar en la zafra del 70, y escogí ese central para, de paso, comenzar mis investigaciones.
Me fui allí a vivir con los obreros, en su propio barracón, a copiar cuanto dijeran, a aprender con ellos la historia de Cuba que ellos habían vivido. Estuve allí seis meses, con máquina de escribir y grabadora. Me los gané poco a poco, jugando dominó y tomando una bebida llamada Palmolive, que era lo peor, sacada de los laboratorios del ingenio. Me pegaba unas borracheras que al otro día no tenía deseos de nada, pero había que seguir trabajando. Comprendí que si no me hacía obrero y ganaba su confianza no podría sacarles nada. Por eso accedí a todo, incluso me corté la melena. (Este que ves ahora calvo, tuvo melena). Fueron meses difíciles. A veces, me escapaba para Ciego de Ávila y me hospedaba en un hotel para dormir unas horas, porque en el ingenio, la verdad, nunca podía descansar. Todo esto que viví y cuento, fue para responder mis preguntas. De esas experiencias nació La fiesta de los tiburones. Así he escrito todos mis libros.
Con Contradanzas y latigazos ocurrió lo mismo: conocía muy poco del siglo XIX cubano, o sabía lo que todos, lo que se da en las clases de Historia de Cuba. Esas lecciones hablan someramente de ese período; pero, partiendo de Céspedes, hay que saber por qué existe un movimiento y un hombre como Céspedes, hay que estudiar y profundizar en los contextos… Eso es vital. Entonces leo la novela Cecilia Valdés y me intereso por retomar ese tema, que es anterior a la guerra de independencia. Tuve la suerte de tener reunidos en un mismo cubículo en la Biblioteca Nacional, a Manuel Moreno Fraginals y a Juan Pérez de la Riva—dos prominentes historiadores—. Les pedí que me enseñaran y guiaran por estos campos. Así empecé a investigar, haciendo cosas prácticas, buscando documentos y ayudándolos también a ellos. De ahí surgió la primera edición de Contradanzas y latigazos, y conocí la Cuba pre-revolucionaria, los problemas de la esclavitud y de la trata negrera que se esbozan y están señalados en la novela Cecilia Valdés. Como vez, todas mis obras nacen del interés de saber algo; como diría Ilya Elderburgh, ellas son mis universidades. Recuerda que soy autodidacta, pero no haragán, y por tanto necesitaba esforzarme mucho.
¿Qué opina del fenómeno contemporáneo de escribir mucho y leer poco?
Nadie que no lea o lo haga con desgano puede ser escritor. La lectura te da la ortografía real, te da el verbo… Hay gente que tiene solo cuatro palabras para mover. A mí se me considera entre los que tienen un verbo rico. ¿Sabes por qué es así? Pues por la lectura fanática. Cuando no tengo nada interesante para leer agarro cojo cualquier cosa, y siempre gano algún conocimiento. Leyendo puede aprenderse a escribir; sin leer, jamás. Además, si no lo haces se te reducen también las ideas. Uno de los problemas de estos jóvenes no es solo que lean poco, sino que se leen únicamente entre ellos y terminan escribiendo la misma novela; casi siempre narrada en primera persona y sobre becas o temas afines…
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