
Escrito por Norge Espinosa Mendoza
Lo saludé por vez primera en la sede de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, donde esperaba que apareciera Abilio Estévez, muy a inicios de los 90. Rompiendo el cerco de la timidez, creo haberle dicho un par de versos de Los siete contra Tebas, para provocarlo y conseguir algo más que unas palabras de rigor. Pero las verdaderas conversaciones empezarían algo después, y para 1995 ya había escrito sobre esa pieza teatral, que leí en la Biblioteca Nacional, cometiendo el error probable de repasar sus parlamentos sin mirar siquiera la nota introductoria que, como sabemos, denunciaba ese texto como contrarrevolucionario y poco útil al gobierno implantado desde 1959, en dos o tres párrafos que aparecen en ese documento infausto tras la extensa diatriba que acusaba de lo mismo, aunque en términos más graves, a Heberto Padilla y su poemario Fuera del juego. Heberto y Antón compartieron en ese 1968 el dudoso honor de ser los protagonistas de aquel escándalo. Vivirían a la sombra de ese suceso, aunque sus obras tratasen de irse también a otros asuntos, a otros cardinales.
El Antón Arrufat que yo conocí
El Antón Arrufat que yo conocí, traté, con el cual discutí, me distancié, y el mismo que hacia el final de su vida saludé nuevamente, mientras le veía envejecer con una celeridad que por años él supo rehuir, venía de todo eso. Había manejado ese mito oscuro sobre su persona, y lo que de ahí emanó, como quien se sabe dueño de una prenda que, como la piel del onagro, concede y quita cosas a quien la posea. Los catorce años de censura que cayeron sobre él a partir de 1971, su ausencia en revistas, antologías, editoriales, la metamorfosis que lo convirtió en el bibliotecario de Marianao al que no se le permitía saludar o recibir visitas en su estricto horario de trabajo, y su posterior rehabilitación, así como su persistencia en no abandonar Cuba, lo acompañaban como una suerte de sombra permanente. Ello no le impidió mantener su ingenio, su humor sarcástico, su memoria de Virgilio Piñera de quien se declaró albacea, ni su afán de ser oído por escritores más jóvenes. En los años 90, cuando ir a la azotea de Reina María Rodríguez implicaba otra entrada en sociedad, Arrufat salía de su casa en Trocadero hasta aquella otra de la calle Ánimas, y subía las escaleras hasta llegar a aquel otro cielo, donde la literatura, el pensar sobre ciertos autores y discutirlo, era un gesto insólito en pleno Periodo Especial. Discutirlo también a él, por cierto, mientras los otros nombres de la generación con la cual él había publicado en Ciclón o Lunes de Revolución se daban a visitas más selectas y oficiales, dejándose ver mucho menos ante aquellos autores noveles e insolentes, a los que Antón sugería lecturas, incitaba a polémicas, como una suerte de magister del chisme letrado. Un hombre que sabía usar la carta negra de su memoria de censurado como un arma que, a la vuelta del tiempo, seguía imponiendo cierta dosis de respeto, cierto grado de peligro, y una incomodidad que él manejaba a conciencia.
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Con el tiempo, esa relación suya también se reflejó en textos de interés, como si el diálogo con esos escritores más jóvenes dejara otras influencias en su literatura, que jugó a deconstruir los acentos filosóficos y las grandes frases de las que era a veces tan víctima él mismo. Dejó algunos ensayos y crónicas que demuestran el filo de su percepción crítica, refinada en su trato con la Loynaz, Bianco, Piñera o Lezama. Si su poesía previa a ese momento no me interesaba tanto, la aparición de Lirios sobre un fondo de espadas, demostró su calidad de un poeta maduro y capaz de dibujar un paisaje propio. Antonio José Ponte escribió la nota de contracubierta de ese poemario, como prueba de la amistad que sostuvo con Arrufat, y que luego acabaría ante las tibiezas políticas de Antón. Cuando llegaron los 60 años del autor de La caja está cerrada (libro que sigue sin ser abierto por tantos lectores), se sucedieron los homenajes. Sigfredo Ariel dibujó un cuaderno que luego, mediante fotocopias, se distribuyó en el agasajo que se le prodigó en el Instituto Cubano del Libro, el que alguna vez fuera Palacio del Segundo Cabo y sede del Consejo Nacional de Cultura, antes de convertirse en un museo apenas visitado. En el Gran Teatro de La Habana que aún no se llamaba como una célebre ballerina assoluta, hubo otro. Y en la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, en la sala Villena, acudimos a ver unas escenas de Los siete contra Tebas, aún sin reeditarse, que dirigió Ignacio Gutiérrez y entre cuyos intérpretes estuvo la actriz Zulema Clares. Ponte leyó uno de los textos de esa tarde, y provocó un ataque de rabia a Abel Prieto, al escucharle cantar las cuarenta, como se dice en cubano, a Arrufat. Porque así como lo saludaba y reconocía su trayectoria, también le recordaba las expectativas incumplidas que Antón, y otros de su generación, no habían satisfecho. Si el entonces presidente de la Uneac preguntaba quién era ese insolente, Arrufat escuchaba aquella puesta “en claro” con una sonrisa entre los labios. Creo que entre sus virtudes estuvo la de reconocer siempre a un antagonista inteligente. Pero la ruptura mayor vendría después.
Al paso de los años, estuve cerca y no tan cerca de Antón. Estuvimos juntos en un evento en Iowa City, y su presencia en aquella rara delegación provocó algunos disgustos entre los acostumbrados a presencias menos impredecibles: “un congreso para que vinieran Arrufat y todos sus amantes“, dijo allá una amargada profesora. Participé en un dossier homenaje que se le dedicó en Encuentro de la Cultura Cubana, coordinado por Carlos Espinosa, cuando hacer tal cosa nos ponía en un index de sediciosos. Lo hice con gusto y honestidad, leyendo otros libros suyos que demostraron que los lirios de aquel poemario podían continuar en otros textos de interés. Cuando al fin se le concedió el Premio Nacional de Literatura (otros de su generación, menos complicados, menos provocadores, mucho menos memoriosos a conciencia y más obedientes lo habían recibido ya), estuve en esa ceremonia, y procedimos desde la editorial Tablas a publicar la primera reedición de Los siete contra Tebas, que él revisó con Abel González Melo y conmigo para limpiar algunas erratas, y que prologué, como quien devolvía el gesto de aquella lectura mía inicial, contando sin ambages la censura que tal obra provocó y de qué manera esa obra marcó un antes y un después en su vida… y en la de muchos otros como preludio de lo que vendría en 1971. Discutimos, nos separamos, hablamos mal el uno del otro: todo eso que en una vida literaria puede ser parte de una dinámica habitual. Quiero creer, sin embargo, que nos respetamos siempre. Porque los libros hablan más que sus escritores. Y yo soy un lector agradecido de algunas de sus páginas.
Lo entrevisté largo y tendido cuando llegó a sus 70 años, para la revista Tablas. Cuando llegamos al Centenario de Virgilio Piñera, en el 2012, fui el Secretario Ejecutivo del congreso internacional que se le dedicó, y que Antón presidía. Tuvimos no pocos desencuentros y dolores de cabeza, pero creo que el evento cumplió su cometido, y de ello pueden hablar mejor que yo algunos de sus invitados, que llenaron el amplio salón del Colegio San Gerónimo durante sus jornadas, en una de las cuales Mercedes, la sobrina de Yonny Ibáñez, trajo desde Mantilla una jaba de mangos de aquel árbol de la Ciudad Celeste que deslumbró a Piñera. Cuando el evento llegó a su final, volvimos a distanciarnos: creo que el esfuerzo de trabajar juntos en algo que él quería diseñar a su total antojo nos colmó la paciencia. Habrá otros momentos para hablarle, me dije. Y fui paciente, cosa que en cierto modo también aprendí de él.
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Ese momento ocurrió cuando su poemario ganador del concurso Nicolás Guillén llegó a las manos del jurado del Premio Nacional de Literatura. A pesar de los empeños de una célebre latinista que se adueñó del mando de aquel tribunal, los cuatro poetas que votábamos en esa convocatoria, lo hicimos a favor de Vías de extinción, un sobrio ejercicio de despedida. Eso nos acercó otra vez, y de ahí, vinieron otros saludos, llamadas telefónicas, y textos sobre su teatro, como aquel que leí en el evento que organicé alrededor de la memoria de Pepe Rodríguez Feo y en el que revelaba mi interés en una de sus obras nunca representadas, La zona cero, que Antón escribió en dos ocasiones. Si Los siete contra Tebas llegó finalmente a estrenarse en el 2007, dirigida por Alberto Sarraín, ese sería, curiosamente, su último estreno teatral. Cerrado el ciclo sobre ese mito que fue dicha obra, también parecía haberse cerrado la vida teatral de Antón. Hasta que, por lo menos, otros actores, otros directores, vuelvan a sus escenas. Acaso ahí empezaba ya la despedida que ahora mismo parece tan definitiva.
Si algún rol encarnó entre nosotros Antón Arrufat, fue el del escritor que goza su incomodidad, que sabe que su presencia, como azufre o conjuro, molesta y separa. Aprendió eso de Virgilio Piñera, tanto como a creer en la literatura como un oficio riguroso al que deben entregarse memorias y vivencias a cambio de una posteridad ambigua y engañosa. En uno de sus mejores libros, elogiado por Abilio Estévez, demostró que su prosa de cronista no carecía de encanto, ese don tan raro como inefable, y aún hoy varios pasajes de Las pequeñas cosas pueden sorprender al lector. Así como lo padeció, disfrutó también su mito de censurado, de exiliado interno, de polemista caprichoso, de malcriado, como le dijo alguna vez desde la revista Verde Olivo aquel fantasma que se hacía llamar Leopoldo Ávila. Escogió con cuidado qué recordar, rememorar, y revivir de ese mito. Los que le acusan hoy de haber sido tibio y cauteloso, olvidan que muchos de su generación dijeron mucho menos, y se llevaron a la tumba secretos y nombres que nunca denunciaron. En sus entrevistas, ensayos y conferencias, y en las conversaciones de quienes nos ganamos su confianza, era más atrevido de lo que quienes jamás le hablaron hoy sospechan. Y si se llegaba a fondo, y se le sabía provocar con una agudeza que él respetaba (y que se extraña tanto hoy, no solo en nuestro cada vez más pequeño mundillo literario) podía ofrecer revelaciones muy provechosas. Pero sospecho que es más fácil escupir sobre ciertas lápidas, que haberse atrevido a tocar algunas puertas.
Nada de ello lo hace perfecto, ni un héroe. Calló ante la prensa de Miami cuando le preguntaron por las Damas de Blanco, dando una respuesta que no pasaba de broma intragable. Su gusto por la frase picante le hizo reducir a chiste el destino de otros a los que debió respetar más. Puso su firma en documentos que no ayudan a entenderlo, que lo distanciaron de amigos y afectos. En el silencio de los catorce años de censura, debe haber aprendido a calibrar el terror y la nada a la que un poder que desprecia la inteligencia o la cultura puede reducir a un creador. Sobrevivió a ese fuego y narró pasajes de esa opacidad, pero dejando saber, en sus respuestas aquí y allá, que no había olvidado. A un escritor le juzga su propia biografía. Sus libros dejan, lo quiera o no, un retrato de su estatura, que se resolverá en nuevos lectores o en otras dimensiones del olvido. No olvidemos que recuperó una idea de la Avellaneda (a la que masacró en una antología), al tiempo que ayudó a resucitar a Luaces como un comediógrafo brillante. Entre esos extremos, también se adivina una imagen de lo que podríamos hacer con su obra, con su nombre, como lectoras y lectores de sus excesos, hallazgos y atrevimientos.
Su carácter fue parte también de su obra, a riesgo de que pueda creerse que lo que de él recordemos, de su genio vivo, de su humor macabro y chispeante, de sus asertos en el fuego cruzado de una polémica, permanecerá como algo más interesante que su obra. El vacío que deja es también, un vacío intelectual y político. Una ausencia que su paso llenaba para recordarnos, bajo un perfil específico, ciertos límites, atrevimientos y temores. Su literatura, a ratos tan sentenciosa, también halló momentos en los que se reveló más interesante y menos profesoral. De ello han dado fe los acercamientos de Maggie Mateo, Pedro de Jesús, y otros lectores no menos agudos. Las notas recientísimas que Manuel Zayas, el propio Pedro o Damaris Calderón han publicado en sus páginas de Facebook, pueden servir para entender mejor al Antón escritor, y al Antón persona. Ambos tan contradictorios, a ratos tan atrevidos, a ratos tan comedidos, y en otras ocasiones tan tacaño como tan generoso. Todo ello se mezcla en mi recuerdo particular de ese Antón, al que saludé por última vez en el Trianón, cuando acudió a una función de La zapatera prodigiosa, el más reciente estreno de Teatro El Público. Nos reímos, chismeamos un poco, hablamos mal de esto o aquello, mientras él insistía en usar cubrebocas, como eco de lo mucho que se cuidó durante los días severos de la pandemia. Caminaba ya con dificultad, había envejecido más allá de sí mismo. Hombre que se creía distante del teatro, nos dijimos adiós precisamente tras los aplausos de una representación.
Qué Habana será esa en la que ya no esté el santiaguero Antón Arrufat, me pregunto ahora. Queda el edificio adonde se mudó bajos los empeños de Eusebio Leal, en la calle Prado, como sede de una institución en la que alcanzó a hacer muy poco. Quedan esos muebles donde se le ve, ya en esa casa. Y el recuerdo de aquella otra, donde lo entrevisté ante una cámara de video para que relatara por casi dos horas sus encuentros y disensos con Virgilio Piñera, en conversación que no se quiso se hiciera pública en su momento -la censura sabe disimularse, y su discurso de aceptación del Premio Nacional de Literatura tampoco se difundió ampliamente en su día. Queda el resquemor o el afecto con el que nos cruzábamos de cuando en cuando, en épocas tan diversas, más allá del saludo de cada 14 de agosto, cuando alcanzaba otro cumpleaños.
Sea La Habana que sea esa, será una ciudad donde espero recuperar más anécdotas, felices o amargas, de mi trato con él. Donde se le extrañará cuando apriete eso que él llamó “el destartalo cubano”, frase a la que acudo más de lo que quisiera, sobre todo últimamente. Y ese es otro modo de confesar que se le extraña. Que se le extrañaba ya, como a muchas cosas que siguen vivas incluso a pesar suyo. Como aquellos diálogos en la azotea de Reina María, y que por un instante recuperaron vida cuando le llevé a Mario Bellatin a una presentación de un libro suyo, hace ahora dos años, y dialogamos por unos minutos y donde la conversación tuvo algo de aquel antiguo brillo. Debe ser muy difícil, me digo junto a amigos y otros pocos fieles que siempre le quisieron, ser el protagonista de un mito oscuro. Esa persona, ese personaje, fue Antón Arrufat entre nosotros. Ni Oscar Wilde ni Piñera: un oficiante de la literatura. Que nos dejó tantos libros, para que aprendiéramos, entre líneas, a tratar de comprender su verdad. La verdad, que como sucede al mencionarlo en vida o en la muerte, no es otra cosa que el espejo donde se refleja su palabra como una sombra incómoda.