
Nosotros hemos sido siempre muy optimistas. Creo que sin ser optimista no se puede ser revolucionario, porque las dificultades que una Revolución tiene que vencer son muy serias. ¡Y hay que ser optimistas! Un pesimista nunca podría ser revolucionario.
Había distintos organismos del Estado propios de la primera etapa de la Revolución. La Revolución ha tenido sus etapas. La Revolución tuvo su etapa en que una serie de iniciativas dimanaban de una serie de organismos; hasta el INRA estaba realizando actividades de extensión cultural. No dejamos de chocar con el Teatro Nacional incluso, porque ellos estaban haciendo un trabajo y nosotros de repente estábamos haciendo otro por nuestra cuenta. Ya todo eso va encuadrándose dentro de una organización.
Y así, en nuestros planes, con respecto a los campesinos de las cooperativas y de las granjas, surgió la idea de llevar la cultura al campo, a las granjas y a las cooperativas. ¿Cómo? Pues trayendo campesinos para convertirlos en instructores de música, de baile, de teatro. Los optimistas solamente podemos lanzar iniciativas de ese tipo.
Pues, ¿cómo despertar en el campesino la afición por el teatro, por ejemplo? ¿Dónde estaban los instructores? ¿De dónde los sacábamos para enviar, por ejemplo, a 300 granjas del pueblo y a 600 cooperativas?, cosa que estoy seguro de que todos ustedes estarán de acuerdo en que si se logra es positivo, y sobre todo para empezar a descubrir en el pueblo los talentos y convertir al pueblo también en autor y en creador, porque en definitiva el pueblo es el gran creador.
No debemos olvidarnos de eso, y no debemos olvidarnos tampoco de los miles y miles de talentos que se habrán perdido en nuestros campos y en nuestras ciudades por falta de condiciones y de oportunidades para desarrollarse, que son como aquellos genios ocultos, los genios dormidos que estaban esperando la mano de seda —no quiero yo ser muy erudito aquí—, que vinieran a despertarlos, a formarlos.
En nuestros campos, de eso estamos todos seguros —a menos que nosotros presumamos que somos los más inteligentes que hemos nacido en este país, y empiezo por decir que no presumo de tal cosa. Muchas veces he puesto como ejemplo el hecho de que en el lugar donde yo nací, entre unos 1 000 niños, fui el único que pudo estudiar una carrera universitaria, mal estudiada, por cierto, no sin librarme de atravesar por una serie de colegios de curas, etcétera, etcétera (RISAS).
Yo no quiero lanzar aquí ningún anatema contra nadie, ni mucho menos. Sí digo que tengo el mismo derecho que tuvo alguien a decir —alguien aquí que vino y dijo lo que quería decir él también, quejarse—: “Yo tengo derecho a quejarme.”
Alguien habló de que fue formado por la sociedad burguesa. Yo puedo decir que fui formado por algo peor todavía: que fui formado por lo peor de la reacción, y donde una buena parte de los años de mi vida se perdieron en el oscurantismo, en la superstición y en la mentira, en la época aquella en que no lo enseñaban a uno a pensar, sino que lo obligaban a creer.
Creo que cuando al hombre se le pretende truncar la capacidad de pensar y razonar lo convierten, de un ser humano, en un animal domesticado (APLAUSOS). No me sublevo contra los sentimientos religiosos del hombre. Respetamos esos sentimientos, respetamos el derecho del hombre a la libertad de creencia y de culto. Eso no quiere decir que el mío me lo hayan respetado; yo no tuve ninguna libertad de creencia ni de culto, sino que me impusieron una creencia y un culto y me estuvieron domesticando durante 12 años (RISAS).
Naturalmente que tengo que pensar con un poco de queja en los años que yo pude haber empleado, en esa época en que en los jóvenes existe la mayor dosis de interés y de curiosidad por las cosas, haber empleado todos esos años en el estudio sistemático y que me permitieran adquirir esa cultura que hoy los niños de Cuba van a tener ampliamente la oportunidad de adquirir.
Es decir que, a pesar de todo eso, el único que pudo, entre 1 000, sacar un título universitario, tuvo que pasar por ese molino de piedra donde de milagro no lo trituraron a uno mentalmente para siempre. Así que el único entre 1 000 tuvo que pasar por todo eso. ¿Por qué? Ah, porque era el único entre 1 000 a quien le podían pagar el colegio privado para que estudiara en el campo.
Ahora, ¿por eso yo me voy a creer que yo era el más apto y el más inteligente entre los 1 000? Yo creo que somos un producto de selección, pero no tan natural como social. Socialmente fui seleccionado para ir a la universidad, y socialmente estoy aquí hablando ahora, por un proceso de selección social, no natural.
La selección social dejó en la ignorancia quién sabe a cuántas decenas de miles de jóvenes superiores a todos nosotros; esa es una verdad. Y el que se crea artista tiene que pensar que por ahí se pueden haber quedado sin ser artistas muchos mejores que él —espero que Guillén no se ponga bravo por eso que estoy diciendo— (RISAS). Si no admitimos eso, estaremos en la luna. Nosotros somos unos privilegiados en medio de todo, porque no nacimos hijos del carretero. Y no solamente somos privilegiados por eso.