
Todos los niños sentimos miedo. Muchos miedos en realidad. Lo desconocido nos aterra. Tanto como lo misterioso puede llegar a seducirnos, a veces lo cotidiano infunde un nefasto pavor en nosotros.
Yo era un niño que adoraba los relatos de misterio y, sin embargo, a veces, temía profundamente a las cosas del día a día. Era algo muy irracional salir a explorar en las noches, visitar patios oscuros, solitarios, con sombras huidizas y, sin embargo, morirme de miedo cada amanecer con la perspectiva de ir a clases.
Hay uno de mis cuentos de hadas que retrataría un poco este sentimiento y que luego se publicó en formato de álbum ilustrado por la editorial catalana Sirpus. Sergio quiere crecer es la historia de un niño que no se acepta como es y no desea rendirse a sus sueños pese al rechazo de la sociedad. No desea ser niño, sino hada. El miedo a la aceptación es algo tan frecuente en la infancia como le ocurre al también adolescente del cuento “fairy baseball”, en el que un niño meditabundo sucumbe ante los empujes de un padre abusador que quiere verlo convertido en un gran pelotero.
La escuela era para mí como una mansión siniestra. En cambio, la noche siempre fue mi refugio, tanto como la playa, las soledades marinas, las pocetas de agua salada y los muros rompeolas.
Todos los niños tenemos miedo porque sentimos que hay cosas ocultas por descubrir, sabemos que los mayores a veces mienten, omiten hechos o hasta engañan deliberadamente. En su afán de protegernos del miedo pueden llegar a acercarlo más, sin saberlo siquiera.
Me asustaba pensando que era un niño adoptado, que vivía en una familia extraña, que me podían abandonar en cualquier momento. Y de noche tenía atroces pesadillas.
Un día, muchos años después, decidí contarlas todas en mi primer libro de terror propiamente: Miedos de invierno, Editorial Anaya, España, 2009 y que en la primavera se publicará por Librerías de la Paz.
Luego, el miedo fue aflorando en otras historias como el álbum ilustrado Cuando llueve, la historia de un niño que protegen con capas, mantas y sombrillas de algo tan hermoso como esas gotas que caen del cielo bendiciendo la tierra. Del mismo modo, El niño que venció al miedo, Editora Abril, La Habana, 2009 – Libros & Libros, Colombia, 2017, cuenta de otro que teme a criaturas extrañas que él mismo se inventa y Monstruosi (Ediciones Unión, 1999- Yasilama Editores, Turquía, 2018), descubre que su fealdad no es algo que lo haga más solitario y temido pues hay muchas personas rechazadas por la sociedad por una razón tan poco plausible como su aspecto externo.
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Hay un momento especial en mi obra que está marcado también por el miedo a una situación real y que se tamiza con el humor, el deseo de libertad y la solidaridad hacia el miedo de otros. Quizás uno de mis libros más gustados sea Escuelita de los horrores (Ediciones Unión, Cuba, 1999-México D.F., Progreso, 2006-Ed. Elé Zonacuario, Quito, 2013 y Editorial Gente Nueva, La Habana, 2016), escrito en Múnich, Alemania en 1998, durante una beca en la Biblioteca Internacional de la Juventud. Escuelita de los horrores es una historia contada desde la nostalgia, el recuerdo de mi familia, el aislamiento por meses en un país de otra lengua y el deseo de superar todo eso. De ahí emergen sus personajes trepidantes, rocambolescos, horripilosos, como ellos mismos se definen, del deseo de que los niños superen cualquier realidad.
Es curioso que partiera de mi experiencia en una escuela traumática de mi Infancia: Ciudad Escolar Libertad, a la que volvería hace un par de años en otro libro de corte realista, llamado Henry, Jennie, el Bosque y yo, donde los miedos de un niño acosado, se tamizan desde la fantasía y el deseo de superación personal en un aterrador bosque lleno de misterio y leyenda. Aunque en estos ejemplos no se exploran las claves cotidianas del canon del terror, lo cierto es que está presente por la inseguridad de los personajes ante el medio que les intimida, asusta, acosa y en ocasiones paraliza.
En una ocasión leí, gracias a María Gripe, esta cita de Hans Christian Andersen que mucho me ha acompañado y aparece como exergo en algunos de mis libros:
Miré donde nadie podía mirar,
y vi lo que nadie vio,
lo que nadie debía ver…
Vi lo que ninguna persona debe saber,
pero que todos quisieran saber…
Y pienso que en realidad pocas veces nos atrevemos a mirar a fondo cuanto nos rodea. Todos sentimos el terror. Alguna vez. Mil veces. Desde niños vivimos asustados hasta el fin de nuestros días. En forma abstracta, inconsciente. Pero también ante hechos, personas o situaciones concretas.
El miedo es como un ave misteriosa que eternamente cabalga con nosotros. Sufrimos por el miedo ante algo, sobre todo imaginándolo, acrecentando su fuerza, dándole un tremendo poder sobre nuestros sentidos y actos.
El miedo nos vuelve de hielo o nos impele a una actuación repentina e impensada. Nadie duda de que pueda ser un poderoso motor, de la acción o del inmovilismo.
La censura es miedo. La represión es miedo. Las prohibiciones son miedo. Significan temor ante lo que no se conoce bien y es tamizado por una mente contaminada por lo que horroriza.
Pero, del mismo modo, el alarde de libertad llega a ser un profundo temor a perderla. En todo hay miedo. Porque el miedo quizás sea el más peculiar de los sentimientos, el más inexplorado, el más temido y magnificado, casi un sentido, además de los siete que el humano se reconoce. El miedo es la experiencia vital que menos deseamos aceptar, aunque casi siempre nos persiga o acompañe o la cultivemos de manera inconsciente como a una planta entrañable.
¿A qué tememos? Con certeza, a nosotros mismos. Nos imaginamos en mil situaciones. Nuestro pensamiento disparatado, fantasioso, ilusorio, nos transporta a ellas de manera sutil, sin que lo apreciemos siquiera. Y en la infancia este modo de actuar es más que una constante.
Poco a poco, quedamos cautivos, del miedo, del terror, del espanto, de lo horrible imaginado, lo macabro, lo execrable espeluznante, de lo pavoroso soñado o harto analizado.
Tememos a un médico, un viaje, una enfermedad que hemos sido capaces de crear. Nos tememos a nosotros en hipotéticos trances que nos suponemos incapaces de soportar o superar, aunque luego la vida nos demuestre cuán peor puede ser ese miedo que el propio trance. Tememos a las personas, a un animal, al clima, a cierto lugar que se nos antoja escalofriante.
Nos llenamos de esos miedos que nos van alimentando desde pequeños. Damos explicación o respuesta a lo desconocido valiéndonos del miedo más irracional y atávico.
Por eso, una manera de conjurar todos esos miedos para mí ha sido la escritura sobre el propio miedo como corriente o manera de conducirse en la vida. Mientras más leí a los clásicos del género, más entendía por Poe, Lovecraft o Collins lo que antes he explicado. Somos inermes ante el miedo. Desatamos toda nuestra sensorialidad y no nos atrevemos, sin embargo, a explorarla a fondo.
Al escribir Los Pelusos en la casa del terror (I), llevé conmigo a dos de mis personajes más gustados por la infancia, el dúo de gemelos investigadores que siempre andan corriendo las más dispares aventuras en todos los caminos. Rescatar en esa breve aventura las tradiciones de miedo del folclore cubano con sus esclavos que arrastran cadenas, sus brujas, güijes, cagueiros, siguapas y demás fue un hermoso ejercicio creativo.
Elementos del terror hay en uno de mis libros más demandados por las adolescentes cubanas La Dama del Ocaso, Gente Nueva, Cuba 2008-Higuera Editores, Colombia, 2019 y también en El terrible sobrino visita a la tía misteriosa, Unicornio, 2005 y Verbum, España, 2012. ¿Acaso no es un miedo y una desconfianza tremenda lo que mueve a El fantasmita que no asustaba (Editorial Gente Nueva, 2005 y en su nueva versión: El fantasmita que no sabía asustar, Tiempo de leer, Bogotá, Colombia, 2019) a probar todas las formas posibles de comunicarse con sus soñados interlocutores?
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Miedo en el cine, Ediciones ICAIC, La Habana, 2018 resultó otro ejercicio magnífico, no solo de creación sino de conjuro ante el susto inmaterial por lo temido e incluso amado. La Biblioteca del terror, Higuera, Editores, Colombia, me permitió rescatar mediante el nuevo gótico todo lo que me alimentó en la niñez y explorar en las conciencias humanas.
Hoy, por hoy, cuando me afano en otro nuevo libro de miedos, El terror de cada noche, cuentos breves en proceso de escritura, siento que en cada retazo de ellos van quedando sepultados mis inocentes sentimientos de otrora; coqueteo con todo miedo posible e imposible, lo reduzco a un mero ejercicio de pensamiento que no tiene sentido revivir a cada paso, en una misma vida, sin razonar que algo solo es problemático cuando se lo mira como a tal.
Escribir sobre el miedo, el terror, lo espeluznante, ha significado, además, un interesante conjuro emocional. Muchos de los consagrados en el género fueron grandes maestros. Maestros del suspenso. De la intriga. Del ritmo narrativo. De la descripción somera. De la sutileza. Del iceberg que tanto sugiere, tanto oculta y poco dice.
A medida que pasan los años y va llegando el invierno a la vida de una persona, van quedando atrás los miedos. La vida se mira de modo diferente. Solo que a veces, en sueños, volvemos a ser aquel niño que se despierta sudoroso, aterido y agitado pensando en que algo horrible está por suceder, algo innombrable se sienta junto a él o algo desconocido le aguarda solo si se atreve, en la vastedad de la noche más oscura —la del miedo en sí— a abrir sus ojos aterrados y mirar en torno.