
Escrito por Asel María (Singapur)
Lo mismo en Singapur o en Miami, en cualquier lugar donde los rascacielos pueblen el paisaje y encanten a los turistas, anda hoy Alberto Guerra.
Téllez el inmigrante, el pintor de brocha gorda que cuelga de los andamios. Se arriesga, se descuelga al vacío, blanquea el paisaje para los afortunados. Su premio: unos pocos metros cuadrados, comida caliente, la sonrisa de su esposa. Mientras, él se acostumbra a la altitud y a los arneses de seguridad que no logran conjurar el miedo.
Hasta que el escritor lo enfoca y lo dibuja, por fin, en el mapamundi de la memoria. Lo rescata de su rol de hormiga para quienes lo miran desde el suelo.
Sin aspavientos del lenguaje, con lo terrible de una realidad que estremece Alberto Guerra le da cuerpo a tantos hombres: los malayos, tamiles y chinos que engalanan las capitales asiáticas. Los tamiles y nepalíes que pulen el paraíso árabe. Los que nos quedan más cerca del Caribe…
El escritor los salva con las muchas maneras que puede hacerlo la literatura. Hasta le inventa un asidero a Téllez e intenta conjurar los vientos para que no soplen, para que el hombre no corra la suerte del dominicano, de la chica rumana y otros tantos Picassos invisibles de cualquier ciudad del mundo.
Pero ni aun así el escritor podrá salvar a Téllez. Tal vez en otro cuento, en otro premio.
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