
Escrito por Jorge L. Legrá
Me paré firme delante de él, aunque estaba tambaleándome por dentro, era importante que él me viera firme, que lo contagiara mi naturalidad. Nos habíamos prometido la verdad, fuese cual fuese. La noche anterior estuve reflexionando, intentando convencerme a mí mismo de no decirle, pero recordé su reclamo por el auricular de mi móvil. Me encontraba haciendo de Jurado en un evento literario y trataba de cernir entre las obras en concurso algo apropiado para premiar, fue cuando lo llamé, “Nadie me habla claro, – me dijo- pero confió en ti”, le aseguré que nunca vacilaría, no importa cuán grave fuera la cosa. Decirlo había sido más fácil que concretarlo, sobre todo porque algunas noticias se deben pensar antes de anunciarlas tal y como son, medir sus posibles desenlaces, escoger de entre lo peor aquello que menos duela. Me había sucedido ya, aquella vez cuando después del café en mi casa le entregué el manuscrito de su novela Ñampiti y le expliqué con detalles mi veredicto sobre aquello. La tiró en una gaveta con intenciones de quemarla en cualquier momento y tuve que gastar días persuadiéndolo para que retomara y puliera aquella historia sobre un niño llamado Handel (igual que su hijo) que desahogaba sus conflictos cazando lagartijas entre las matas del jardín para luego volverlas a soltar. La calidad narrativa de Encina para dirigirse al público infantil quedó probada, pues luego de publicarse Ñampiti se agotó la primera edición de 2012, y años más tarde también la segunda. La novela corrió con la misma suerte de El Silencio de los Peces, libro de poesía con el que había obtenido el Premio Calendario de Literatura para Niños en 2002.
Había llegado la hora de cumplir con mi palabra. Con el resultado de la tomografía y toda una noche para reflexionar, fui y se lo solté, que un tumor era evidente, un tumor inmenso, no se sabía más nada. Lo único que nos quedaba era operar y echar un vistazo para ver si se podía hacer algo. Estaba sentado en la cama de la sala de ingresos. Respiró todo lo hondo que pudo, dijo que para asimilarlo, que no habría problemas.
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Los años 90 nos hicieron coincidir en el Instituto Superior Pedagógico Frank País de Santiago de Cuba. Yo, alcohólico recién venido de la Misión Militar en Angola, él acabado de terminar su Servicio Militar Obligatorio en Boniatos, donde cuidaba presos. Convivíamos en el mismo edificio de la beca, pero apenas nos dirigimos la palabra. En las salas de conferencia su grupo de Educación Plástica se juntaba con el mío sin fijarnos para nada el uno en el otro. Fue allí, en cierta clase de filosofía, que el profesor preguntó por un nombre, lo puso de pie frente a todo el grupo de estudiantes para felicitarlo por el premio en cierto concurso convocado por la escuela. Lo miré a cinco asientos tras de mí, mientras hablaba de sus versos y decía “mi obra” con una confianza que me reventaba la bilis por aquellos poemas, afortunados a pesar de mí y otros versificadores que comenzamos a burlarnos de sus textos. Terminaron los años de estudios y volvimos a concurrir en el mismo espacio, por obra y gracia de un amor que rescató mi alma del intrincado Baracoa para sumergirme en el Baire legendario de la Primera Carga al Machete. Convertirnos en amigos, en algo más que hermanos, fue cosa del destino, de Dios. Juntos comenzamos a ganarnos los premios municipales, los encuentros de Taller literario, todo concurso que se asomara por la municipalidad mientras trabajábamos impartiendo clases a estudiantes de secundaria básica.
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Continuó respirando hondo sentado en la cama del hospital y me dijo: “Tranquilo, es para asimilar la noticia. Ya se me va a pasar.” Salí de la sala y lo dejé con otros amigos. Tenía que respirar también por el peso que acababa de descargar, que llorar por la impotencia de los dos ante lo impredecible que clava su cuchillada sin ninguna piedad. Recordé al poeta Orlando Concepción, nuestro amigo común, nunca llegó a publicar aquel ensayo en que definía cierta recurrencia temática sobre la muerte, en los primeros libros de Eduard (De Ángel y Perverso, 2000 y El Perdón del Agua, 2004.) y Me di cuenta entonces que al llegar los poemarios Golpes Bajos, 2005, Lecturas de Patmos, 2011 y Lupus, 2016 esta temática continuó emergiendo como partícula persistente de entre los versos de Encina. Quizás por eso a muchos le suena tan profético los versos con que inicia uno de sus últimos publicados:
Dicen que el enfermo soy yo.
Lo pronuncio y un perro mea.
La enfermedad es un bien. Extiende sus
manchas en mi rostro
para que sea diferente,
¿para que me vea diferente? Manchas
En el rostro de un hombre
que odia las manchas.
En eso consiste: un perro mea y yo odio.
(Lupus, Ediciones Loynaz, 2016)
Terminada la operación, cuando le fue posible pidió Cien Años de Soledad. En sus talleres siempre aconsejó que lo fundamental de la lectura es releer, y para la ocasión el Gabo era el escogido. El drama de los Buendía fundando un lugar llamado Macondo y el peso de la enfermedad doblegando su cuerpo debió espolear en Eduard un pulso inquieto por juntarse con su familia. Desde que había ingresado en el hospital de Santiago apenas podía recibir visita, a sus hijos le estaba vedada esta posibilidad. Rodeado nada más que de médicos y enfermeras sintió que la soledad le crecía por dentro como un animal rabioso. En el texto de García Márquez que releía, había subrayado con un plumón verde esta frase atribuida a Melquíades:
Había estado en la muerte, en efecto, pero había regresado porque no pudo soportar la soledad.
Mientras estuvo ingresado, amigos y familiares burlábamos las estrictas reglas del hospital para colarnos al interior de la Sala y conversar con él, darle aliento. Pero todo se invertía, era él quien entonces nos alentaba a todos nosotros.
Lo demás es mejor resumirlo en la imagen de un hombre que supo que su vida estaba en las manos de Dios, que sufrió con dignidad cada minuto de su enfermedad, que hasta el último día de lucidez estuvo bromeando, dando consejos, tratando asuntos importantes con los que pudieron visitarlo a la Sala de Cuidados Intensivos del Hospital Provincial Saturnino Lora, Santiago de Cuba. Nos queda su obra, y aunque suene cursi decirlo, en ella Eduard siempre está regresando igual que en aquella frase de Melquiades que subrayó en la novela del Gabo con un plumón verde, huyendo de la muerte y la soledad.