
Escrita por Norge Céspedes
Tomábamos un café en la Plaza de la Vigía, casi frente al teatro Sauto, en el que se desempeñaba como historiador, y quise saber por qué, si tanto lo apasionaba el estudio de nuestro pasado, no había aprovechado eso en los proyectos de narrativa que había desarrollado. No recuerdo ahora mismo qué me respondió. Solo tengo claro que pasó mucho tiempo hasta que Daneris Fernández Fonseca (Villa Clara, Rodrigo, 1970) me dijo había empezado una novela, de corte policial, cuyo escenario eran los inicios del siglo XX, la ciudad de Matanzas y, muy especialmente, el teatro Sauto. Aún inédita, me la dio para que la leyera hace unos meses atrás y resultó que estaba muy buena. Los cuervos de tus ojos, como se titula, se une así a varios autores (pienso en las novelas de Ulises Rodríguez Febles y en la de Alfredo Zaldívar dedicada a Seboruco, entre otros libros), que en fecha reciente han hecho justicia con esta localidad, incorporándola a la geografía de la narrativa cubana, en donde hasta ahora había estado bastante ausente.
Ciudad que lo ha adoptado, Daneris se estableció en Matanzas en los años noventa, después de un arribo que tuvo que ver con «esa especie de fiebre del oro que tuvo lugar en Varadero, en medio de la efervescencia del turismo», después de un periodo en el que en tanto se desempañaba como custodio de hoteles vivía «de alquiler en alquiler, de casa en casa hasta completar la nada envidiable cifra de ocho mudanzas». Hasta que volviendo a sus raíces de Licenciado en Historia, Daneris comenzó a trabajar en el Sauto en ese campo, y paso a paso ha desarrollado un interesante proyecto de escritura. Además de una elogiada monografía sobre los momentos iniciales del Sauto, ha publicado los libros de cuentos Música de fondo (2003), Katiuska Molotov o el arsenal Ruso (2009) y Los caballeros las prefieren rubias (2016), así como el volumen de narraciones policiales para niños Mauricio en Peñaparda (2013). Ganador de varios premios, sus cuentos han sido recogidos en antologías como El cuerpo inmortal. Revisitado (2004), La Hora 0 (2005), Confesiones. Nuevos cuentos policiales cubanos (2011) y [email protected] [email protected] caníbales. Antología del microcuento del Caribe hispano (Puerto Rico, 2015).
¿Cómo llegas a las letras en Rodrigo, ese apartadísimo poblado villaclareño en el que creciste…?
En Rodrigo nació Esteban Montejo, protagonista de Biografía de un cimarrón, así como otras dos o tres personalidades que quizá la gente recuerde. Pero no deja de ser un pueblito venido a menos, cercado por una presa casi inútil y anegado de mosquitos y alcohol de alambique.
En los años setenta, durante mi infancia, allí no había biblioteca pública ni librería —tampoco hoy—, pero mi casa estaba llena de libros. Mi mamá, que no estudió más allá de la secundaria, avivó en mí el gusto por ellos. Los compraba cuando íbamos a Santo Domingo o a Santa Clara. Me incitó a leer algunos, los que cualquier niño necesita leer, y dejaba otros en los libreros, sin recomendaciones. Eran para el lector que intuía yo llegaría a ser. Mi abuelo solía decirle: «¡Cómprale pollo a ese muchacho, los libros no se comen!». Él no era ningún energúmeno, pero en verdad resultaba exorbitante la cantidad de libros que ella me compraba.
Si bien mi gusto por la literatura se debe a esa tozudez de mi madre, la historia me llegó de manera espontánea. Prefería escuchar los relatos de mi abuelo más que cualquier juego. Le preguntaba tanto sobre el pueblo que terminé haciendo un plano y ubicando casas y familias. También crecí oyendo hablar de Nicasio Mirabal, un temerario pariente de nuestra familia. Me extasiaban sus fabulosos episodios de bandido que burlaba a la Guardia Civil española; para mí era una especie de Mackandal. Después serviría en el Cuartel General de Máximo Gómez, llegando a ser el exbandolero con más alta graduación en el Ejercito Libertador.
Sé que mientras estudiabas Historia en el Pedagógico de Villa Clara empezaste a tomar ya en serio la escritura…
Si ya para entonces tenía clara mi vocación por la historia, es allí cuando mi pasión por escribir se manifiesta más nítidamente. En el Pedagógico me vinculé a un taller literario que dirigía René Batista y fue esa la primera vez que conocí otros que también escribían, la primera vez que leí mis poemas y cuentos en público y que recibí críticas. René era un hombre muy serio en las sesiones, muy responsable y con instinto, pero muy serio. No tuve una relación personal con él.
Por esa época, a través unas amistades, llevé unos poemas a Félix Luis Viera. Me dijo: «Aunque seas el mejor poeta de Santo Domingo, eso no sirve para nada».
En el taller del Pedagógico conocí a la escritora Rebeca Murga, que estudiaba Español y Literatura y me presentó a Lorenzo Lunar, con quien empezaba una relación sentimental. No recuerdo si ya me interesaba más la narrativa que la poesía, pero la influencia de Lorenzo fue definitoria en mí como narrador. Me asombró —y me sigue asombrando— su habilidad para crear personajes memorables y esa manera tan suya de mezclar violencia, podredumbre y humor.
Lorenzo me presentó a Agustín de Rojas. Era un hombre alto y un autor consagrado, por lo que me sentía doblemente chiquitico a su lado. Fue muy cordial conmigo. Una tarde esperábamos a Lorenzo, y como no llegaba, propuso: «Vamos a casa de Fulano». Y luego: «Ahora, a ver a Mengano». Hicimos un itinerario interminable y en cada lugar Agustín me decía: «Lee tu cuento». Era el único que había escrito entonces. Qué vergüenza me daba. Pero bien, ese era Agustín.
Ese cuento, «El mapa de la fiesta», terminó publicándose en el único número de la revista La Aurora, de la AHS en Matanzas, a donde arribaste a finales de los noventa. ¿Cómo es que vienes a dar acá?
Al regresar de la misión internacionalista en Angola, trabajé en un central azucarero, como operador de una planta de miel y de urea, es decir, de alimento para el ganado. Luego empecé en el Pedagógico y ya graduado, fugitivo del deber, renegando a dar clases, me sumé a esa especie de fiebre del oro que tuvo lugar en Varadero en los noventa, en medio de la efervescencia del turismo. Como migrante me involucré en mil actividades económicas formales e informales, así que en mi primera etapa en Matanzas fui esencialmente custodio en hoteles en Varadero y revendedor de cualquier cosa. También me la pasé de alquiler en alquiler, de casa en casa hasta completar la nada envidiable cifra de ocho mudanzas. Esa primera etapa de mi estancia matancera termina con mi entrada como historiador del Sauto y mi establecimiento en la ciudad de Matanzas.
Es aquí donde empieza mi verdadero andar literario y donde mi vocación por la investigación histórica se consolida. Nada más llegar gané un premio de poesía en un encuentro provincial de talleres literarios que tuvo de jurado a Rolando Estévez, José Manuel Espino y Juan Luis Hernández Milián. Ahora alcanzo a aquilatar lo osado de aquella primera presentación mía, pero salió bien.
Al principio no tenía ni en qué escribir. Mis primeros cuentos los escribía a mano y luego llevaba esas hojas garabateadas a una mujer, en la calle Ayuntamiento entre Daoiz y Velarde, para que las mecanografiara. Cuando comencé en el Sauto ya pude usar una computadora. Mi primer libro lo terminé allí.
Desde ese mismo libro, Música de fondo, en tus narraciones desempeñan un papel fundamental el sexo, el morbo y un peculiar humor…
Yo a mi edad sigo sintiendo una curiosidad y un asombro adolescente por el sexo. Esa experiencia inquietante debe filtrarse hasta mi literatura. Está demostrado que se pueden escribir historias asexuadas, pero no me interesan. Me seducen los personajes con una sastrería psicológica coherente, a la medida, y en esa indumentaria el sexo no es un mero accesorio. Tampoco mis historias son clases de anatomía, me resultan más interesantes y hasta excitantes los alrededores del acto, la escaramuza mental, el erotismo aterrizado. El equilibrio resulta fundamental. Fíjate si es así que el verdadero poder de la pornografía es hacer aburrido el sexo. Aburrimiento y literatura debería ser una pareja incompatible.
Alguien dijo que la literatura de la felicidad no existe. En mi caso el morbo viene a ser como ese malestar diario, como la piedra en el zapato o el ligero contagio que —al pasar— te ayuda a valorar los buenos ratos. Lo asumo como el aglutinante de mis historias, los personajes lo usan para vencer…; yo trato de dosificarlo.
El lector reconoce el humor en mi obra y llega a disfrutarlo, pero me cuesta definirlo. Hay una contradicción orgánica entre el humor y yo: lo disfruto, pero no soy de risa fácil. Tal discordancia puede que defina esos tintes grises o semitonos en el humor que trazumen mis historias.
Eres un cinéfilo y hay mucho de eso en tus narraciones, desde la manera cinematográfica en que las concibes y referencias —de diversa magnitud— al séptimo arte, hasta el hecho de que tu tercer libro, Los caballeros las prefieren rubias, parte de películas…
Tengo que volver a Rodrigo. Mi encuentro con el cine tiene visos prehistóricos. A mi pueblo iba un cine móvil y se proyectaban las películas de un portal a otro. Recuerdo el tabletear del proyector y el calor sintético que emanaba. Ahora reconozco que eran unas proyecciones surrealistas en las que los perros ladraban, aunque en la pantalla se viera un mar en calma y viejos ensombrerados y apáticos pasaban con lentitud y acompañados de una rechifla multitudinaria. Lo mejor ocurría cuando ponían una del oeste, entonces aquellos pueblos polvorientos y el mío se hacían uno. Las de vaqueros eran, sin dudas, las preferidas.
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La primera película que vi en un cine fue El Zorro, por Alain Delon, y fue una experiencia memorable. Pero el cine que más consumí fue por la televisión y en blanco y negro. Esa distorsión pudo haber influido negativamente en mi apreciación del séptimo arte, pero resultó todo lo contrario. Pienso que puse más atención a las historias, me interesé por los diálogos, memoricé las escenas. Puede que me haya quedado con el componente más literario de la creación cinematográfica. Luego, con los años, fue que pude disfrutar de la fotografía y todo lo demás.
Como sea, cuando comencé a escribir todo se fue imbricándose de una manera natural. Yo veo a mis personajes en movimiento e intento que la trama avance por la acción. Creo presto particular atención a los diálogos de mis personajes y a la acción, y uso menos la descripción o el resumen.
Para mí, en cuanto a la trashumancia entre literatura y cine, Manuel Puig es el principal referente.
Te referías en una de tus respuestas anteriores a tu misión internacionalista en Angola, hecho sobre el que tienes pensado escribir, según has anunciado, pero hasta ahora… nada.
Cuando mi hija mayor cumplió 17 años fui consciente del verdadero significado de haberme enrolado en semejante expedición justo con esa corta edad. Angola fue una escuela en muchos sentidos, conocer otra geografía, otra fauna, diferente climatología, cultura…; todo era nuevo, aún más para mí, un adolescente que apenas había salido de Rodrigo. Pero lo que más me apasionó de esa aventura fue el paisaje humano. Me convertí en un coleccionista de historias, en un oyente sin fondo, hasta hacían la guardia conmigo con tal de hablar —no tanto de dialogar—: los hombres en la guerra tienen una necesidad compulsiva de contar su vida, de depositar, de transferir ese legado. Imagino que también hablar de su casa y su familia era una manera de animar esos recuerdos, de traerlos de vuelta.
Es increíble cómo siendo tan joven me gané la confianza de hombres de cuarenta o cincuenta años. Imagino que mi entrenamiento de la niñez, junto a los viejos de la familia, me daba cierta habilidad para escuchar al otro.
Nosotros estábamos lejos de los frentes más duros, pero la guerra es la guerra. Por miedo a las minas caminé haciendo equilibrio sobre las pisadas de quienes me precedían, me libré como pude de las balas perdidas que pasaban silbando sobre mi cabeza y casi muero —más de una vez— por fuego amigo.
Allá las oportunidades para alimentar el espíritu eran escasas. Recuerdo que un día a la semana ponían películas en formato de video en la jefatura, pero era un televisor pequeño y en aquel local abarrotado casi nunca alcanzaba a leer los subtítulos. En mi unidad veíamos películas de 16 milímetros, casi siempre soviéticas, pero a menudo saboteaban el tendido eléctrico así que no era muy funcional. Lo que más hacía era leer. Teníamos una pequeña biblioteca que leí casi completa. Allí descubrí a Cortázar y escribí mis primeros poemitas.
El día más alegre, triste y peligroso del mes era cuando repartían el séptimo, que en la práctica consistía en compartir una botella de ron entre siete soldados. Nos uníamos por afinidad y si uno podía incluir dos o tres que tomaban poco, pues ganancia neta. Se dice que en las trincheras no hay ateos, pero por mi experiencia en Angola sí había algún que otro abstemio. No puedo hablar de otras unidades, de la experiencia de los frentes del sur, pero en la Unidad de Artillería Mixta de la Vigésima Unidad de Tanques de Malange, un hombre engorrionao, con cuatro buches de ron y armado hasta los dientes, era una bomba de relojería que explotaba siempre los domingos.
Quizás no he escrito sobre Angola porque no he logrado desentrañar del todo esos códigos. Es la primera vez que escribo tanto de esa experiencia. Ni siquiera la literatura apócrifa sobre el tema, que eclosionó en los años noventa, exultante de abordajes revisionistas, efectistas y desalmados, llega a provocarme.
Tienes inédito un libro de cuentos policiacos, y en tus tres primeros libros de cuentos ya publicados hay algunos dedicados a este subgénero. Estos acercamientos a lo policial resultan muy peculiares… Quizás tengan algo que ver con lo que hace tu amigo Lorenzo Lunar…
A mi modo de ver la llamada literatura de género tiene un valor esencial en el desarrollo de la lectura, del sector editorial y en el despliegue de las potencialidades creativas de los autores. Entre nosotros se aprecia cierto desinterés por géneros o subgéneros como la ciencia ficción, la aventura, el terror o el policial. En Cuba la literatura policial ha tenido su propia ruta crítica, pero sobre el tema ya se ha escrito mucho…
Comencé leyendo a norteamericanos como William Irish [Cornell Woolrich], Cain, Hammett, y Chandler, mezclándolos con Luis Rogelio Nogueras, Rodolfo Pérez Valero, Justo Vasco o Daniel Chavarría. Eso me permitió no prestarle principal atención al enigma y descubrir la épica de la calle. Hallé entonces un valor singular en la violencia, en sus variables más insospechadas, o en el trapicheo de todos los días. Luego, al descubrir a los iberoamericanos: Rubem Fonseca, Paco Ignacio Taibo II, Juan Madrid y Manuel Vázquez Montalbán, la ecuación se completó.
Fue natural que cuando comencé a escribir algunas historias de corte policial estuvieran impregnadas de todas estas influencias y experiencias. Así que entre el neopolicial que escribe Lorenzo Lunar y mis cuentos existen vasos comunicantes, al tiempo que nacen de ámbitos distintos. Lorenzo creció en un barrio popular de Santa Clara y yo en un pueblito decadente y semirrural. Los cuentos que reuní en el libro «La culpa es de Michael Jackson» —que está, como dices, aún inédito—, se hayan plagados de jefes de sector que luchan no solo contra boliteros, cuatreros o asesinos circunstanciales, sino que se defienden de sí mismos y de una suerte de Fuenteovejuna que se conjura para hacerles la existencia más vacía y solitaria.
Y tuviste esa interesante experiencia que fue Mauricio en Peñaparda, colección de cuentos policiales para el público más joven…
Como escritor no me impongo límites; aun cuando me mueva con solvencia en la narrativa y la investigación histórica, me apasionan todos los géneros literarios. Ahora mismo, por ejemplo, tengo ya concluido un libro de poesía, que no ha dejado de interesarme aunque me he centrado más en la prosa. Como tendencia apuesto a la fusión, a la literatura multigénero.
Mauricio en Peñaparda surgió de esa voluntad. Quería escribir para niños y buscando un impulso entré en el taller de literatura para niños y jóvenes que desde hace casi dos décadas conduce José Manuel Espino en Matanzas. El libro fue surgiendo como ejercicios de esas sesiones. Me sentí cómodo con esos nuevos abordajes de niveles de realidad y esa forma distinta de plantear las anécdotas. Estoy en disposición de volver sobre el género y también quisiera acercarme a la literatura infanto-juvenil con tintes de aventura, ciencia ficción y policial.
En la que es tu primera novela, Los cuervos de tus ojos, se unen tu interés por lo policial y por la historia…
De esta novela —inédita— lo primero que tuve fue el título, se me ocurrió una mañana en una guagua rumbo a Cárdenas, luego le fui dando cuerpo a esa suerte de enunciado. Pero ya quería escribir una novela policial, tuveclaro que debía apartarme de la contemporaneidad y zafarme de los anclajes que le cuelgan. Había recopilado información sobre las primeras décadas del siglo XX en Matanzas y busqué una especie de descampado político en el que mis personajes se movieran con autonomía. Se desarrolla en un día de septiembre de 1918. Tal enmarcamiento me permitió tener amplificaciones internacionales como el desarrollo del nacionalismo vasco y la Primera Guerra Mundial, algo que me apasiona.
Puede parecer que en el territorio de la novela hay mucho margen de maniobra para el escritor pero el texto del que hablamos lo concebí no solo con capítulos, sino con subcapítulos y en la práctica pienso que funcionaron como cuentos conexos. Me facilitaron la progresión, pues aun cuando no fuesen espacios estancos sentí que la novela crecía desde esas micro-narraciones. Nunca me arrastraron ni la tentación de divagar, ni la libertad extrema.
La pasé bien escribiéndola, la di por terminada en mi cumpleaños y cada vez que la releo sigo asombrándome del resultado.
Por cierto, también hubo de algo de policial en la preparación de tu monografía del Sauto… Al prepararla tuviste que develar muchos misterios de ese coliseo, al que te hayas ligado profundamente…
En general, la investigación histórica tiene mucho de suspense, debemos dilucidar qué pasó realmente, quiénes lo hicieron, cómo… Puedes llamarle hipótesis de la investigación, objetivos, problemas, sumario, informe, expediente…; toda esa información recopilada, esa evidencia es la materia prima para lo que vas a contar. Lo que cambia son los lectores. Si es un tribunal académico tendrá visos académicos, pero si es para que la lean todos tendrá que ser un texto literario.
Mi interés por el teatro es anterior a la investigación. Mientras me familiarizaba con el edificio, mientras lo recorría —por meses— me fui prendando de él, quizá porque había un sinfín de elementos, de locaciones y mecanismos a los que no lograba desentrañarle sus significados. Leí, consulté a expertos y aún me quedaban un sinfín de dudas. Creo fue ahí cuando en verdad entendí que debía embarcarme en una investigación integral y sui géneris, como el edificio mismo.
Fue una novedad esa monografía, en la cual aprovechaste tus dotes de narrador, haciendo que algunos especialistas se sintieran incómodos; hasta hubo uno, muy prestigioso, que te sugirió su reescritura…
Bueno, como ya te comenté para mí un libro de historia no debe renunciar al reto de atrapar al lector. Súmesele a lo anterior que hablamos de la historia de un teatro, un sitio en el que lo tangible y lo intangible se complementan y mixturan.
En los últimos años se ha investigado mucho sobre las inteligencias desde la artificial hasta la emocional. También existe la inteligencia narrativa, los principales postulados de esta indican que los datos sin emoción no son memorables; sin embargo, la anécdota en la que el protagonista intenta superar todos los escollos en pos de sus metas desata en nosotros emociones que nos comprometen definitivamente con esa historia. El protagonista puede ser colectivo, puede transmutarse en edificio o proceso histórico, pero siempre quien cuente su historia debe desentrañar los sentimientos que subyacen en ella y develarlos.
Escribir desde tales postulados sigue siendo arriesgado y, como dices, colegas y amigos cercanos no entendieron mis intenciones o vieron deficiencias en ese enfoque. Lo cierto es que escuché a todos y luego decidí asumir los riesgos.
Historia del teatro Sauto (1863-1899) no es ni por asomo un texto perfecto o definitivo, pero, resulta, a mi modo de ver, una lectura entretenida al tiempo que establece hitos para el conocimiento de la programación cultural de la ciudad y el país en esa etapa, aportando información sobre la sociología teatral y el funcionamiento de las instituciones teatrales del siglo XIX en Cuba.
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El libro obtuvo en 2009 el Premio de Investigación Cultural Juan Marinello y el de Investigación Histórica José Luciano Franco. Quizá el premio mayor lo tuve minutos antes de recibir este último, cuando uno de los jurados, el Dr. Oscar Loyola, cuya obra he admirado siempre en la distancia, se acercó para decirme: «Su libro me gustó mucho. Es distinto y está bien escrito».
A pesar de la buena acogida, tras esa monografía no has vuelto a publicar ningún libro de historia…
No soy lo que se dice un escritor prolifero, me falta disciplina, constancia. Es de esperar que mis proyectos de investigación histórica demoren más en concretarse, al requerir de esa ardua etapa de pesquisas en bibliotecas y archivos en la provincia y fuera de ella. Los textos de ficción por otro lado solo requieren de trabajo, inspiración sí, por supuesto, pero sobre todo para escribir hay que escribir.
Displicencia aparte, en el 2021 terminé y entregué a Ediciones Matanzas la última versión de «Un ejército joven como la madrugada. Matanceros por la república española», un libro testimonial con el que estoy feliz, pues conseguí esquivar la pirotecnia belicista, lo oficialmente épico y la ortopedia que imponen los signos ideológicos, para adentrarme en la aventura humana de sus protagonistas.
Por lo general llevo varios proyectos a la vez. Cuando uno de ellos se despega del pelotón, porque avanza con autonomía o alcanza un impulso inusitado, le presto toda mi atención. Es lo que pasó con ese libro pero ahora mismo tengo en fase de trabajo, como parte de ese pelotón, un volumen de ensayos que tiene por título «El asesinato de Fernando Lles y otras historias literarias» y aborda figuras de la literatura en Matanzas o relacionadas con ella, de la primera mitad del siglo XX. Pretendo que historia y literatura se unan para revelar aspectos de la vida y la obra de estos creadores, en muchos casos preteridos. También dedico tiempo a sistematizar toda la información que he recopilado sobre los teatros cubanos del XIX bajo el rotulo provisional de: «Telones y capiteles; la construcción teatral en Cuba durante el XIX». Pero en el presente más inmediato mis principales esfuerzos se centran en investigar el devenir histórico cultural del teatro Sauto en la primera mitad del XX. El libro resultante sería una continuidad de mi trabajo anterior sobre esta institución.