
Intervención en la Feria Internacional del Libro de Beijing 2020 de Enrique Pérez Díaz, novelista, crítico literario, investigador, escritor para niños.
“Si eres letra, trata de ser palabra; si palabra, esfuérzate para construir una frase. De la frase, conviértete en libro y, del libro, salta a la vida. En la vida cuida las frases, escribe las palabras y deja a las letras correr por la memoria o la desmemoria porque, al fin, ¿qué se recuerda o cuánto se olvida?” Mirtha González
Existen en el mundo muchas personas que viven sin libros, que no conocen de la mágica presencia que el universo de unas páginas impresas puede guardar para quienes a través de ellas nos aventuremos. Muchas personas no leen porque ese es su deseo, pero lamentablemente hay otras a las cuales no se les permite leer, o se les fabrica el engañoso espejismo de que leen, cuando en realidad se limitan a revisitar, una y otra vez, el mismo tipo de libro.
Desde hace siglos, tal vez incluso antes de Gutenberg, quizás cuando se escribía en papiros, tablillas de barro o en cortezas de árboles, la lectura fue un acto elitista. Estaba en manos de poderosos, mientras multitudes desalfabetizadas se mantenían privadas del conocimiento, el saber que un documento escrito (sobre el material que fuere) puede transmitirnos.
Hoy, cuando se supone que la lectura como praxis humana puede estar en manos de muchos, sobre todo si se atiende el enorme potencial de las ediciones millonarias o al poderoso influjo de los medios digitales, todavía la lectura no es un acto democrático. Muchos leen lo que otros pocos deciden. Los libros siempre responden a un fin, no de quien les escribe, sino de quien les publica o da el dinero para financiar su edición o, en el peor caso, de editores que difunden un tipo de contenido que, tras su aparente verdad, transmite mentiras.

En un país subdesarrollado como el nuestro, durante siglos —como en otros tantos estados americanos— la lectura estuvo en manos del clero; a ella solo accedían los privilegiados, las clases pudientes. La verdadera democracia lectora llega a Cuba hace unos 60 años cuando una Revolución que se inspiraba en las ideas de José Martí, un gran escritor, pensador y político del siglo XIX, propicia que la lectura toque a las puertas de los hogares cubanos.
Antes hubo que alfabetizar a muchos, financiar tiradas masivas a bajo costo, rescatar en ediciones modestas y no lujosas, lo mejor del saber universal. Esa política se ha mantenido durante años, porque la Revolución siguió el principio: “no le decimos al pueblo cree, le decimos, lee”. Así se constituyó el sistema editorial cubano.
Así, Cuba, con una política sin precedentes en la historia de otro estado en cuanto a liberar contenidos, creó una ley para favorecer la reproducción de libros extranjeros importantes, necesarios, útiles para el estudio y el crecimiento humano.
61 años después, aunque no seamos tan utópicos, idealistas o soñadores, seguimos fomentando la lectura. Si bien nos ajustamos a las alternativas que nos brinda el mundo, creativamente ideamos fórmulas que permitan sustentar en el país la praxis lectora de muchas personas, acudimos a buenos amigos del exterior para que cedan sus derechos o simbólicamente los cobren con esos mismos libros que nos permiten publicar. Es asombroso el nivel de información de los cubanos. Al hablar con algún extranjero, enseguida se sorprende por nuestras dotes para solventar distancias, romper bloqueos, elevarnos a alturas impensables en el deseo de conocer, buscar, renovarnos, estar al día de cuanto se escribe. En cada encuesta, sondeo o escrutinio sobre lectura, los públicos revelan estar informados sobre libros que incluso no llegamos a producir, pero que la gente conoce, lee y disfruta. A eso nos han enseñado en estos años: a crecernos ante las dificultades. Cuando no hubo papel o imprenta, hicimos plaquetes. Cuando no disponíamos de derechos, fotocopiamos solo para Cuba. Cuando se agotan las ediciones proponemos recircularlas.
No existe modo mejor de elevar la conciencia de las personas que un buen libro, auténticamente comprometido con los valores de los humanos, una literatura alfabetizadora (de adultos incluso) que no solo les reivindique, sino que sea capaz de mostrar cómo debe ser un mundo que a veces se torna cruel para sus moradores.

Por eso el país lucha por fomentar la lectura desde las primeras edades, pero no fabricando lectores dóciles, acomodaticios, pusilánimes, viciados por lo peor del mal gusto y la ramplonería comercial tan en boga en algunos contextos, sino lectores exigentes, que busquen en los contenidos literarios una provocación, un reto, un puente que saltar y una frontera que domeñar. Los libros no deben responder nuestras preguntas, más bien deben ser capaces de dejarnos más llenos aún de preguntas. Solo así seremos capaces de buscar las respuestas en nuestras vidas.
Ya he sostenido en determinados espacios que leer tiene que ser para nosotros, incluso desde niños —los niños de hoy que mañana serán personas adultas cuya ejecutoria guíe los pasos del futuro—, una praxis enriquecedora y no alienante o evasiva; un modo de crecer y no de empequeñecerse, de elevar sus necesidades espirituales y su cultura, su poder de comprensión de cualquier realidad posible e imposible. Cuando la lectura produce entes sensibles, cultos y espirituales, se estará preparando mejor el mundo del futuro, pues los sentimientos que estos lectores-personas alberguen en su formación siempre serán de altruismo, tolerancia, solidaridad, respeto al prójimo, convivencia, paz y amor hacia los semejantes. De personas inteligentes, lectoras, redimidas por la fuerza de la palabra, siempre nacerán criaturas armónicas, constructivas, que nunca aceptarán ser reprimidas o coaccionadas de forma física o verbal. Por eso hay que favorecer la lectura como un derecho de vida en la vida de tantos que hoy no conocen tal derecho.
Precisamente por eso la lectura debe devenir para todos una praxis emancipadora, que mucho se aleje de los mecanismos globales que pretenden dominar las ideas expandiendo una cultura enajenada en falsos valores, ajena a las realidades de tantos niños y pueblos, ni tampoco del pensamiento, la capacidad de acción en pos de hacer de este mundo, un universo mejor y que pretenda ponderar la vida de la infancia y de todo humano, durante mucho tiempo y con las mejores condiciones posibles.