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Palabras inaugurales de la XXXI Feria Internacional del Libro de Holguín

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    Por Rubén Rodríguez

    Primero, fui un lector.

    Leía todo el tiempo. A escondidas durante los turnos de clases, en las mañanas y las tardes libres. Lo hacía en las escuelas al campo. En las becas. En tiempo de exámenes. En fiestas. En las prácticas militares. En la educación física. Leía al ver la televisión, mientras escuchaba la radio y conversaba. Lo hacía al viajar en ómnibus, autos, trenes, aviones. En los funerales. En las bodas. En los bautizos. En las reuniones. En las colas interminables. En las consultas médicas. En la enfermedad y la convalecencia. En la alegría y la tristeza.

    Cada historia fue una puerta a otro mundo, un camino a la imaginación, un puente hacia alguna parte. Un arma contra el aburrimiento, la tristeza, la injusticia, la mediocridad, la frustración, el abandono. Leía despacio hasta escuchar la voz del narrador, amable y con el tono apropiado. Si no escuchaba la voz, dejaba el libro.

    Leer me permitió teorizar un poco, definir conceptos sobre la propia lectura, saber que hay obras que se leen una sola vez en la vida; otras que se leen cada cierto tiempo; pero solo un libro te marca para siempre. Que el mismo libro puede provocarte cada vez una emoción nueva. Que determinados momentos marcan umbrales intelectuales o de sensibilidad, a partir de los cuales ya se puede leer ciertos libros, porque estás preparado para recibirlos.

    Palabras inaugurales de la XXXI Feria Internacional del Libro de Holguín 1

    Cuando vendí mis libros para comer, supe que había tomado un camino sin regreso, el de la madurez. Lo hice sin dolor, como una mutilación necesaria, pero sabiendo incorporados a mi ser kilómetros de páginas impresas, mares de tinta, miles de voces susurrantes, personajes, escenas, entornos. Descubrí que no necesitaba atesorarlos porque había tomado de los libros aquello que no me sería quitado.

    Cuando pude emprender viajes largos, constaté que ninguno llegaba tan lejos ni mostraba tantas maravillas como las largas jornadas vividas a lomos de un libro. Tampoco la música o el cine desplazaron a sus amigos de papel: porque también en aquellos volúmenes había música, imágenes en movimiento, sucesos narrados con pasmosa parsimonia o vertiginosa sucesión, luz de otros días, tesoros intangibles…

    Jamás he visto la lectura como un medio, sino como un fin. Como un placer infinito. Morboso. Recompensante. El mismo con que sigo leyendo sin parar en la pantalla del teléfono. Otro soporte, pero las mismas historias. El mismo deleite. La fuente secreta de mi refractaria felicidad.

    Luego, fui escritor, y toda literatura de ficción o perteneciente a otra de sus modalidades o géneros, revela una inquietante dualidad.

    De un lado, el acto íntimo, privado, casi secreto, de su producción, independientemente de cuán masiva hayan sido las fases del proceso, y las peculiaridades de su parto o la vocación de servicio o intencionalidad contenidos en la obra.

    Y del otro, el carácter público de su producción, promoción y comercialización. Antes de regresar a la intimidad, metafórica o real, de su consumo como lectura, en un acto extremadamente inclusivo.

    Los escritores estamos a merced de tales vaivenes, esa sucesión de luces y sombras, de ocultamiento y revelación, de la que muchas veces no somos conscientes. Cegados por los artificios de la paternidad o la maternidad literarias, a expensas de la ley del valor y sus vaivenes, vapuleados por la inseguridad, la vanidad, la duda y hasta víctimas de aquello que se describe como síndrome del impostor, los autores muchas veces nos sentimos inermes ante nuestra propia creación, mientras el público, la crítica y el ego tiran con fuerza en distintas direcciones.

    LA FERIA DEL LIBRO, sin embargo, posee carácter ecuménico pues inevitablemente, trae a la luz y reconoce a los demás profesionales implicados en el proceso: dígase editor, corrector, ilustrador, diagramador, impresor, promotor, vendedor: EL INEFABLE LIBRERO, gracias al cual un libro se realiza como objeto útil en el mercado y cumple finalmente su cometido: informar, educar, entretener…

    De ellos es también el triunfo. Suyo es el reino en estos días que vienen, donde se juega con la etimología -u origen- de la palabra. Porque, según cierta teoría, existe parentesco entre los términos fair (feria) y fairy (hada), esas criaturas asociadas a lo sobrenatural, a lo mágico.

    Sean pues, la Feria y la Magia sobre Holguín. No en vano, hoy, en esta tierra que, como escribió Martí, es “seca y se bebe la lluvia”, se puede pronunciar una palabra rara: PETRICOR, que es el perfume de la tierra mojada por la lluvia.

    Palabras de inauguración a feria del libro en Holguín

    Primero, fui un lector.

    Leía todo el tiempo. A escondidas durante los turnos de clases, en las mañanas y las tardes libres. Lo hacía en las escuelas al campo. En las becas. En tiempo de exámenes. En fiestas. En las prácticas militares. En la educación física. Leía al ver la televisión, mientras escuchaba la radio y conversaba. Lo hacía al viajar en ómnibus, autos, trenes, aviones. En los funerales. En las bodas. En los bautizos. En las reuniones. En las colas interminables. En las consultas médicas. En la enfermedad y la convalecencia. En la alegría y la tristeza.

    Cada historia fue una puerta a otro mundo, un camino a la imaginación, un puente hacia alguna parte. Un arma contra el aburrimiento, la tristeza, la injusticia, la mediocridad, la frustración, el abandono. Leía despacio hasta escuchar la voz del narrador, amable y con el tono apropiado. Si no escuchaba la voz, dejaba el libro.

    Leer me permitió teorizar un poco, definir conceptos sobre la propia lectura, saber que hay obras que se leen una sola vez en la vida; otras que se leen cada cierto tiempo; pero solo un libro te marca para siempre. Que el mismo libro puede provocarte cada vez una emoción nueva. Que determinados momentos marcan umbrales intelectuales o de sensibilidad, a partir de los cuales ya se puede leer ciertos libros, porque estás preparado para recibirlos.

    Cuando vendí mis libros para comer, supe que había tomado un camino sin regreso, el de la madurez. Lo hice sin dolor, como una mutilación necesaria, pero sabiendo incorporados a mi ser kilómetros de páginas impresas, mares de tinta, miles de voces susurrantes, personajes, escenas, entornos. Descubrí que no necesitaba atesorarlos porque había tomado de los libros aquello que no me sería quitado.

    Cuando pude emprender viajes largos, constaté que ninguno llegaba tan lejos ni mostraba tantas maravillas como las largas jornadas vividas a lomos de un libro. Tampoco la música o el cine desplazaron a sus amigos de papel: porque también en aquellos volúmenes había música, imágenes en movimiento, sucesos narrados con pasmosa parsimonia o vertiginosa sucesión, luz de otros días, tesoros intangibles…

    Jamás he visto la lectura como un medio, sino como un fin. Como un placer infinito. Morboso. Recompensante. El mismo con que sigo leyendo sin parar en la pantalla del teléfono. Otro soporte, pero las mismas historias. El mismo deleite. La fuente secreta de mi refractaria felicidad.

    Luego, fui escritor, y toda literatura de ficción o perteneciente a otra de sus modalidades o géneros, revela una inquietante dualidad.

    De un lado, el acto íntimo, privado, casi secreto, de su producción, independientemente de cuán masiva hayan sido las fases del proceso, y las peculiaridades de su parto o la vocación de servicio o intencionalidad contenidos en la obra.

    Y del otro, el carácter público de su producción, promoción y comercialización. Antes de regresar a la intimidad, metafórica o real, de su consumo como lectura, en un acto extremadamente inclusivo.
    Los escritores estamos a merced de tales vaivenes, esa sucesión de luces y sombras, de ocultamiento y revelación, de la que muchas veces no somos conscientes. Cegados por los artificios de la paternidad o la maternidad literarias, a expensas de la ley del valor y sus vaivenes, vapuleados por la inseguridad, la vanidad, la duda y hasta víctimas de aquello que se describe como síndrome del impostor, los autores muchas veces nos sentimos inermes ante nuestra propia creación, mientras el público, la crítica y el ego tiran con fuerza en distintas direcciones.

    LA FERIA DEL LIBRO, sin embargo, posee carácter ecuménico pues inevitablemente, trae a la luz y reconoce a los demás profesionales implicados en el proceso: dígase editor, corrector, ilustrador, diagramador, impresor, promotor, vendedor: EL INEFABLE LIBRERO, gracias al cual un libro se realiza como objeto útil en el mercado y cumple finalmente su cometido: informar, educar, entretener…

    De ellos es también el triunfo. Suyo es el reino en estos días que vienen, donde se juega con la etimología -u origen- de la palabra. Porque, según cierta teoría, existe parentesco entre los términos fair (feria) y fairy (hada), esas criaturas asociadas a lo sobrenatural, a lo mágico.

    Sean pues, la Feria y la Magia sobre Holguín. No en vano, hoy, en esta tierra que, como escribió Martí, es “seca y se bebe la lluvia”, se puede pronunciar una palabra rara: PETRICOR, que es el perfume de la tierra mojada por la lluvia.



    Primero, fui un lector.

    Leía todo el tiempo. A escondidas durante los turnos de clases, en las mañanas y las tardes libres. Lo hacía en las escuelas al campo. En las becas. En tiempo de exámenes. En fiestas. En las prácticas militares. En la educación física. Leía al ver la televisión, mientras escuchaba la radio y conversaba. Lo hacía al viajar en ómnibus, autos, trenes, aviones. En los funerales. En las bodas. En los bautizos. En las reuniones. En las colas interminables. En las consultas médicas. En la enfermedad y la convalecencia. En la alegría y la tristeza.

    Cada historia fue una puerta a otro mundo, un camino a la imaginación, un puente hacia alguna parte. Un arma contra el aburrimiento, la tristeza, la injusticia, la mediocridad, la frustración, el abandono. Leía despacio hasta escuchar la voz del narrador, amable y con el tono apropiado. Si no escuchaba la voz, dejaba el libro.

    Leer me permitió teorizar un poco, definir conceptos sobre la propia lectura, saber que hay obras que se leen una sola vez en la vida; otras que se leen cada cierto tiempo; pero solo un libro te marca para siempre. Que el mismo libro puede provocarte cada vez una emoción nueva. Que determinados momentos marcan umbrales intelectuales o de sensibilidad, a partir de los cuales ya se puede leer ciertos libros, porque estás preparado para recibirlos.

    Cuando vendí mis libros para comer, supe que había tomado un camino sin regreso, el de la madurez. Lo hice sin dolor, como una mutilación necesaria, pero sabiendo incorporados a mi ser kilómetros de páginas impresas, mares de tinta, miles de voces susurrantes, personajes, escenas, entornos. Descubrí que no necesitaba atesorarlos porque había tomado de los libros aquello que no me sería quitado.

    Cuando pude emprender viajes largos, constaté que ninguno llegaba tan lejos ni mostraba tantas maravillas como las largas jornadas vividas a lomos de un libro. Tampoco la música o el cine desplazaron a sus amigos de papel: porque también en aquellos volúmenes había música, imágenes en movimiento, sucesos narrados con pasmosa parsimonia o vertiginosa sucesión, luz de otros días, tesoros intangibles…

    Jamás he visto la lectura como un medio, sino como un fin. Como un placer infinito. Morboso. Recompensante. El mismo con que sigo leyendo sin parar en la pantalla del teléfono. Otro soporte, pero las mismas historias. El mismo deleite. La fuente secreta de mi refractaria felicidad.

    Luego, fui escritor, y toda literatura de ficción o perteneciente a otra de sus modalidades o géneros, revela una inquietante dualidad.

    De un lado, el acto íntimo, privado, casi secreto, de su producción, independientemente de cuán masiva hayan sido las fases del proceso, y las peculiaridades de su parto o la vocación de servicio o intencionalidad contenidos en la obra.

    Y del otro, el carácter público de su producción, promoción y comercialización. Antes de regresar a la intimidad, metafórica o real, de su consumo como lectura, en un acto extremadamente inclusivo.
    Los escritores estamos a merced de tales vaivenes, esa sucesión de luces y sombras, de ocultamiento y revelación, de la que muchas veces no somos conscientes. Cegados por los artificios de la paternidad o la maternidad literarias, a expensas de la ley del valor y sus vaivenes, vapuleados por la inseguridad, la vanidad, la duda y hasta víctimas de aquello que se describe como síndrome del impostor, los autores muchas veces nos sentimos inermes ante nuestra propia creación, mientras el público, la crítica y el ego tiran con fuerza en distintas direcciones.

    LA FERIA DEL LIBRO, sin embargo, posee carácter ecuménico pues inevitablemente, trae a la luz y reconoce a los demás profesionales implicados en el proceso: dígase editor, corrector, ilustrador, diagramador, impresor, promotor, vendedor: EL INEFABLE LIBRERO, gracias al cual un libro se realiza como objeto útil en el mercado y cumple finalmente su cometido: informar, educar, entretener…

    De ellos es también el triunfo. Suyo es el reino en estos días que vienen, donde se juega con la etimología -u origen- de la palabra. Porque, según cierta teoría, existe parentesco entre los términos fair (feria) y fairy (hada), esas criaturas asociadas a lo sobrenatural, a lo mágico.

    Sean pues, la Feria y la Magia sobre Holguín. No en vano, hoy, en esta tierra que, como escribió Martí, es “seca y se bebe la lluvia”, se puede pronunciar una palabra rara: PETRICOR, que es el perfume de la tierra mojada por la lluvia.

    Equipo Editorial
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    El personal editorial de Claustrofobias Promociones Literaria esta coordinado por dos amantes del mundo literario cubano. Yunier Riquenes, escritor y promotor cultural y Naskicet Domínguez, informático y diseñador.

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