
Descubrir el placer de escribir no fue difícil. Ya se sabe que muy sencillo se puede tornar “descubrir” algo que siempre estuvo y solo esperaba un detonante para salir a la luz. En mi caso creo que fueron la lectura y/o el gozo por las clases de humanidades, los responsables de un amor que sobrevivió incluso a quince años dedicados casi por completo a la ciencia, primero como estudiante de la carrera de Bioquímica, en la Universidad de La Habana, y luego como investigador del Centro de Ingeniería Genética y Biotecnología, también en la capital del país, que dejaron, además de una licenciatura, una maestría y un doctorado, la necesidad, casi enfermiza, de ir a los orígenes, a la explicación pormenorizada de cada detalle, a la búsqueda de una perfección que sabemos inalcanzable.
La escritura pues, ha sido un proceso formativo. Descubrir en su momento a García Márquez, Milán Kundera, Rubem Fonseca, Abelardo Castillo, Mark Twain, Roald Dahl, Hemingway, Benedetti, Hermann Hesse, Salinger… y tantos otros que haría la lista interminable, marcó profundamente mi forma de construir un texto.
Me gusta creer que adoro la sencillez, a sabiendas o no de que en esa simplicidad habita una belleza casi insuperable, pero en ocasiones, una casi invisible necesidad de buscar la perfección (dicen que los virgo son así) me traiciona.
Necesito revisar el texto tantas veces como sea posible, a veces incluso para regodearme en lo ya escrito, a veces para cambiar el narrador de primera a tercera persona, o viceversa, a veces para simplificar lo que en un inicio parecía demasiado rebuscado.
Un día, sin proponérmelo, comencé a escribir textos para niños y adolescentes y descubrí un enorme placer en ello. Supongo que era cuestión de tiempo pues si bien adoro ver una buena película al puro estilo de Steven Spielberg, Jane Campion, Milos Forman, Francis Ford Coppola, Quentin Tarantino, Tim Burton o Tomás Gutiérrez Alea, disfruto mucho más los dibujos animados o cualquier otro programa infantil. Me gustaría, por ejemplo, ser un fraggel, visitar la fábrica de Willy Wonka, ser el mejor amigo de Tom Sawyer y Huckleberry Finn, tener los poderes de Mathilda…
Sin discusión, mi personaje literario favorito es Holden Caulfield (también me gustaría ser él), y aunque luego de leer El guardián en el trigal sentí la necesidad impostergable de escribir (en apenas quince días) la primera versión de Estación de Cigüeñas, me decepcionó un poco darme cuenta de que Salinger le debía tanto a Twain como yo (y unos cuantos otros) a él mismo. En ese sentido, como ser humano le temo a la decepción y amo la verdad y la libertad, algo que imitan mis personajes de manera casi irracional.
No me permito manías de escritura. Escribo cuando puedo, aunque mucho menos de lo que quisiera, y creo que también menos de lo que pudiera (la procastinación en ocasiones se convierte en cómplice de esta circunstancia), y aunque sé que es una verdad de Perogrullo, estoy consciente de que mi vida no me alcanzará para escribir todo lo que quiero.
Me interesa cualquier tipo de personaje, aunque los diferentes, excéntricos, originales, contestatarios… tienen un atractivo que, obviamente, me cautivan mucho más como, me atrevería a asegurar, le sucede a la mayoría de los escritores.
También escribo para la radio y la televisión. Comenzar a escribir para estos medios fue una revelación y un aprendizaje. Son códigos muy diferentes a los que se asumen a la hora de escribir un libro, pero sí hay algo en común: la diversión. Y ese es un ingrediente que nunca falta en mi proceso creativo.
Por último, soy un ser bastante tímido (tal vez es la causa por la que adoro ser osado e incluso trasgresor mis historias), por la que prefiero pasar inadvertido antes que llamar la atención, por las que sufro si debo presentar un libro o participar en una mesa redonda. Por eso no sé qué hago escribiendo esto. Será quizás porque soy un (otro) personaje cuya historia aún no me decido a escribir. ¿Quién sabe?