
de niño me signó una edad
en que vivía solo y lanzaba
grandes piedras al aire. mi tío me llevaba
al descampado y me ponía a changanear
con otros niños. en verdad es importante
el resultado de los golpes, ellos nos trabajan
las orejas y los ojos: cuando hay muchos
no valen las edades, ignoran, se desplazan
sobre ti, amoldan la cabeza, y nos volcamos
contra ellos con los puños cerrados.
uno aprende mejor el rigor de los hábitos,
el porqué de esos instantes que construyen
una edad en que de cuando en cuando
te golpearon.
ahora crece en el vacío que soy
el niño-gallo, que sin esas marcas
y torsiones, sobre todo sin ese mirar,
no sería. pero el niño-gallo, niño-bestia
y sin motivo, se pasea entre los muebles,
y se sienta al margen de la tarde para ver
las viejas solas, y el débil sostener
de nuestras casas bajo un pedazo de cielo
que no ha logrado reinventar.
armado contra la muerte, mira al padre
y a la madre, tapando con despojos la miseria,
moliendo su maíz, sus cáscaras de huevo;
hablándole al solo que va hacia el descampado
sobre la hierba, que es el descampado abriéndose
para que haya siempre niño, siempre gallo.
y ve que su tío entre los restos se echa en una
sombra con ganas de llorar, y allí
en derredor, la noche nace de su cuerpo,
cercando los recuerdos del nadie que fue.
se levanta y cada piedra es un regaño
y una baya que lo espera.
la noche me remite hacia el jardín y noto
entre las vigas estos guantes (guantes-casa)
(guantes-padres), (guantes-tierra)
donde crece la raíz de lo difícil. ellos son
mi permanencia, y mi legado. los limpio,
y en ellos siembro, orino y me defeco.
luego los coloco al frente, como a un raído
retrato, de esos días muertos que viví.