
Escrito por Roberto Delgado Mejias
No recuerdo la cantidad de libros que leí en mi infancia. En ocasiones cuando lo comento con amistades se asombran y los más escépticos no me creen. Desde que aprendí a leer, a los 6 años de edad, motivado por mi madre y con la circunstancia de vivir en un lugar en el campo donde el niño más cercano vivía a unos doscientos metros de mi hogar y el único entretenimiento era jugar en solitario la mayoría de las veces, oír la radio y leer, esta última se convirtió en mi gran pasión.
Recuerdo que, en aquellos felices años, entre las correrías entre el monte y los cañaverales, el placer de leer me llegó con mi primer libro, un cuento infantil soviético, sobre un gallo que cambió sus alas, picos, cola y patas con otras aves. Lamentablemente, cómo otros muchos libros posteriormente leídos, no recuerdo título y autor. Al terminar el primer grado, mi maestro, Antolín Téllez, me regaló La gallinita dorada, libro que conservé durante 20 años y que un día lo cedí a mi sobrina.
Comprados todos en la librería Juan Antonio Márquez, de Ciego de Ávila, —en la que actualmente todas sus trabajadoras son amigas mías—, en los esporádicos viajes de mis padres a la ciudad, además de decenas de libros de literatura infantil, imposibles de recordar, leí El cochero azul y Las aventuras de Guille, de Dora Alonso, Cuentos de Compay Grillo, de Anisia Miranda y La Familia Mumin, de la escritora finlandesa Tove Jansson. Recorrí los mares de la Malasia con Sandokán y recuperé el trono de Persia con Nadir Sha, en El rey de la montaña, ambas de Emilio Salgari, combatí a los piratas, antiguos y modernos con El Enigma de los esterlines, de Antonio Benítez Rojo, correteé en las calles de Odessa, con Petia en Una vela blanca en el horizonte y junto a Abu Talib y El Zhajin ayudé a Rali a rescatar a su hermano y a su amada de las manos de Feisal bey, en Rali, novela búlgara.
Mi pasión creció y a través de mi madre accedí a la literatura soviética, con Un hombre de verdad, de Boris Polevoi, El Canoso, de Alexander Lukin, Así se forjó el acero, de Nikolai Ostrovski, Mi guerra aérea, de Alexander Pokryshkin, y acompañé al Che en su guerrilla en Bolivia al leer su diario. La emisión radial de Diecisiete instantes de una primavera, me llevó a Yulián Semiónov y su serie de novelas con el coronel Maxim Isáyev de protagonista. Igual sucedió con Aquí los amaneceres son más apacibles, de Boris Vasiliev.
En casa de mi abuelo materno, emigrado canario, revolucionario y comunista, asesinado mientras cumplía su deber en defensa de la Revolución Cubana, encontré una edición ilustrada de Viaje de un naturalista alrededor del mundo, de Charles Darwin y me aficioné a leer la revista El militante comunista, sobre todo la sección dedicada a la religión. Estas lecturas influyeron mucho en mi formación materialista, aunque uno de mis libros preferidos es la Biblia, donativo de un amigo católico.
En la secundaria, ya viviendo en Ciego de Ávila, creo que leí casi todos los libros atesorados en la biblioteca de la escuela. Posiblemente toda la obra de Emilio Salgari y de Julio Verne publicada en Cuba fue hojeada por mis manos en esa etapa.
En el servicio militar, durante la guerra en Angola, el aliciente para sobrellevar la lejanía de mis familiares y la terrible hambre que un joven de 18 a 20 años siente al recibir la ración de alimentos del ejército, fue la lectura. En esos dos años conocí a Gabriel García Márquez, Alejo Carpenter y pude leer toda la bibliografía que encontré, sobre todo muchas biografías de militares soviéticos. Incluso incursioné en la filosofía leyendo a Mao Zedong y nunca se me olvida Dialéctica de lo contingente y de lo necesario, aunque no recuerdo el autor y apenas sobre lo que trataba
Ahora, muchos años después hay un reencuentro con la literatura infantil, al tener una niña y como la literatura no tiene edad, eso digo yo, le compro libros a ella y los hago míos. Conocí la obra de Eldys Baratute, Nersys Felipe, Mildre Domínguez, Rolando Álvarez Lemus, Yunier Riquenes, Nerys Pupo, y descubrí la literatura avileña tanto infantil como para adultos, con Félix Sánchez, Ibrahim Doblado, Llamil Ruiz, Félix Flores, Iliana Álvarez, Luis Pacheco y otros muchos por los que cada vez que voy a la librería entro directo al anaquel de Ediciones Ávila.
El más valioso presente que se le puede hacer un niño, al igual que hizo mi maestro, es un libro. Hoy día se acostumbra en las escuelas, la colecta de dinero por los padres para hacer agasajos a los educandos al final de cada curso. Se debe regalar libros, sobre todo en los primeros años de escuela. Cuando a un niño se le regala un libro, se le proporciona una aventura para toda la vida.