
Un hombre que no se alimenta
de sus sueños, envejece pronto.
W. Skakespeare
A Abel Guelmes Roblejo,
un unicornio imprescindible
Estuve siempre segura de tener dos piernas, dos brazos, un par de ojos miopes, unas entradas que con los años iban haciéndose más evidentes, eso es de tanto pensar, muchacha, decía mi madre; y así, de esas cosas de las que uno pocas veces duda, siempre estuve clara. Pero, también hubo otras de las que nunca dudé hasta ese momento: que no podía volar, por ejemplo, aunque me aferrase a la teoría de que el ser humano solo explota un diez por ciento de su capacidad mental y física, y de que por más que mirase fijo a la puerta no iba a cerrarse sola, ni a volar el vaso con agua desde el frío hasta el sofá. Bueno, no es que no lo intentara, pero estaba convencida de que no pasaría. Al menos para eso nos educan, alimentando nuestra coherencia y el hábito del juicio. No obstante, si de pronto empiezas a vomitar conejitos, todo puede cambiar.
—Llegamos demasiado temprano, Leo.
—¿No era a las cinco? —Me encogí de hombros. Hubiese preferido quedarme cerca de la entrada, pero él quiso ir al muro. No es que la brisa disguste, pero se me cuela por los oídos y comienza a hacer de las suyas. Sólo yo sé lo que abruman sus chismes.
Allí estuvimos hablando un poco sobre la vida, sobre las ganas que teníamos de por fin vernos tras más de un año de amistad, correo tras correo. Recordamos cuando nos conocimos en la academia de literatura unos nueve años antes y sentí pena de no habernos acercado tanto en aquel entonces, como ahora. Leo hablaba y por momentos me costó entender, ella me hacía cosquillas tras las orejas cantando muy bajito. No logré enterarme, pero tampoco puse empeño, siempre viene con cuentos, para que escriba, dice. Allá en mi pueblo, vela cuando me siento frente a la ventana del estudio, y salpica para que sepa que está ahí, que la deje entrar. Moja la página en blanco que pretendo escribir y hace que cierre los ojos, pide que me acaricie el rostro con las manos, despacio, hasta que mis músculos hayan quedado tan tiernos como su vocecilla, es entonces cuando susurra la magia que solo Brisa conoce.
—Laura, creo que son aquellos —se refirió Leo a los muchachos apilados en la entrada de Casa de las Américas. Habíamos ido a la premiación del certamen. Estaba emocionada, nunca antes tuve la oportunidad de coincidir en la capital ante tal acontecimiento. Nos acercamos al edificio, separado solo por el cruce de la ancha avenida, tan distinta a todas las que conozco.
—¿De qué tanto ríes, boba? —preguntó. ¿Cómo explicarle sin que creyera que estaba loca? Era su culpa, de ella, que nunca sabe cuándo callar.
Llegamos y lo vi, ahí estaba él, dueño de ese apartamento donde el mar me hizo suya para siempre. Leo nunca celebró esa historia, estaba claro que no iba a ninguna parte, pero ese día supe que todo estuvo confabulado, desde ese entonces comencé a dar el beneficio de la duda a esas otras tantas cosas que siempre creí imposibles. A los pocos minutos hicieron pasar a la gente. Era la segunda vez que visitaba el sitio. La primera fue cuando estudié en la academia.
Imaginas que de pronto, ante la tensión del público, salga a relucir mi nombre entre los finalistas, y luego, ante más tensión aun, resulte ganador del Casa… pa’ la leña, ¡qué rico!
Eché a reír mirando a Leo, segura de haberlo escuchado, pero este subía serio las escaleras, concentrado, no como cuando uno dice algo así y busca la aprobación del colega para celebrar el bonche. Lo otro era que curiosamente, yo iba pensando lo mismo. Imaginaba a todos boquiabiertos, mirándome, mientras me hacía agua en el asiento intentando entender aquello, desconfiada, pensando en alguna cámara oculta porque, ¿cómo iba a ser posible que ganase un certamen al que no había presentado obra? Volví a soltar una carcajada, esta vez estruendosa, y Leo me miró, negando con la cabeza, sonriendo. —¡Estás loca, niña!
—¿Te imaginas? —pregunté, olvidando que ni siquiera había hablado.
—Tremendo eso, que locura —sonrió. Pasaron unos segundos y automáticamente nos miramos raros, dubitativos, con el entrecejo fruncido, pero ninguno se atrevió a hablar.
¿Qué haría yo con todo ese dinero?, recluirme a escribir, solo a escribir mientras durase, sin preocupación por la comida, ni las cuentas de la luz y el agua y… ¡Ay, en fin!
Si me ganase un premio gordo así, saldría de varias cosas pendientes, necesidades de esas que siempre están y que nunca termina uno de cubrir, ¡tan básicas que son, chico, pero bueno! Y luego, me pasaría al menos dos semanas en un retiro, a base de libros, café y tecleo tras tecleo, a ver si acabo la novela. ¡Qué rico!: una cabañita, con las ventanas de cristal y cortinas blancas corredizas, una tele grande en la pared para ver pelis en las noches y un frío delicioso, ¡de esos que te hacen dormir con dos colchas! Que va, hay que ponerse pa’ esto a ver si nos lo ganamos.
—Claro, como es tan fácil, ¿no? —dijo.
—¿Qué? —sonreí asombrada.
—¿Qué de qué? —y aceleró el paso.
Las escaleras parecían no acabarse. No recordaba tantas de la primera vez que estuve. Por fin llegamos al salón principal, donde está el gran árbol de la vida, con esa sirena hermosa, dueña de la fantasía que más he deseado ver hecha realidad. ¡Qué lindas las sirenas!, yo quiero una para mí.
¿Sí, y dónde la vas a tener, a ver?, guanaja.
Ay, qué se yo, en un tanque de agua, en una palangana, con tal de tenerla ahí pa’ mirarla y eso…
Levanté la vista para buscar a Leo. Conversaba con Diego, el dueño de aquella casa donde creo que me ocurrió el hechizo. Coincidimos brevemente con la mirada, pero me rehuyó. Yo fui hasta el árbol para tocarla, Brisa hizo que pasara. Las escamas estaban húmedas a pesar de los no sé cuántos años que lleva esa escultura ahí. La sensación fue tan inesperada que así, divertida, retiré la mano, cerciorándome luego de la humedad entre mis dedos. “Cierra los ojos”. Cuando me dice eso es porque resistirme está de más, así que obedecí.
El rojizo a lo lejos, donde se funde una línea eterna entre cielo y mar, anunciaba la caída de la tarde, ella, como siempre, se vestía con mi pelo y escondida detrás confesó temerle. No supe de qué hablaba hasta que, por fin, se apoyaron sobre la arena unas manos grandes, firmes, con dedos unidos de a dos. Me hizo feliz que fuera como la imaginé siempre: nada de chica linda de labios perfectos y ojos azules; no, me gustaba así, rara, de ojos redondos y negros, paliducha y fría. Como si no bastase aquello, sacó una cola inmensa, quizá dos veces más larga que el torso de su cuerpo y de entre ella el Premio Casas, donde decía mi nombre.
Vamos a ver si hay algún cubano este año entre los ganadores, porque…
La voz de Leo me devolvió de golpe al salón, percibí que era una de las pocas aún en pie y quise hacerme minúscula, ¡qué pena! El acto comenzó cuando una joven con voz de diosa terciopelo nos acarició los oídos, pero la magia duró poco, el comunicador del centro dio paso luego a un discurso de tres páginas antes de que cada jurado, por género literario, diera lectura al acta. Uno de ellos, latinoamericano, recitó en dialecto indígena un poema del libro ganador, una cosa un poco performática que Brisa y yo disfrutamos muchísimo. Leo y Diego me habían hecho espacio entre ellos, allí comenzamos los tres a desesperarnos sobre el asiento cuando llegó el momento del acta en narrativa. La presidenta del jurado nos miraba con ojos sonrientes.
¡Ay por tu madre, que nervios!…
—¡Que tonto eres, Leo! —eché a reír.
Diego me miró con el ceño arrugado, sorprendido ante mi aparente incoherencia al tiempo que la señora de ojos amables se acercaba al micrófono:
—Este año, nos place sobremanera que el ganador del premio en el género narrativa corresponda a un autor nobel, joven, además, y cubano, dicha que nos abraza ante la oportunidad de entregarle su reconocimiento y poder escucharlo decir qué se siente al haber sido laureado con el premio Casa de las Américas. Sin más preámbulo, recibamos con un fuerte aplauso a Leonardo Cuevas Sardiña.
La ventana a mi derecha se empañó de pronto, dibujándose la sonrisa más grande que pueda hacerse con los dedos húmedos.