
La primera decisión consciente de escribir un cuento la tomé a los veintiún años. Para cualquier autor de fantasía o ciencia ficción, es un comienzo tardío.
Eso sí, las historias me gustaron desde siempre. El primer libro que recuerdo haber leído, lo tomé bajo protesta de la bibliotecaria. Era una leyenda ucraniana sobre un ermitaño barbudo que mataba a palos a un dragón. Como autor de reseñas, puede que no tenga futuro, pero la idea queda clara: mis gustos ya tomaban una dirección preocupante. La buena señora intentó convencerme de que no era un libro acorde a mi edad (seis o siete años), pero acabó por prestármelo. Después de todo, ¿qué sabrá un adulto de lo que un niño debe o no leer?
Sin control parental de ningún tipo, empecé a devorar cuanto libro me caía en las manos, desde las sagas folletinescas de Dumas, a los viajes extraordinarios de Verne, muchos mitos y leyendas y hasta El amante de Lady Chaterley, que algún adulto me prestó sin haberlo leído antes.
En los recesos, bajo la sombra de los pinos de mi escuela primaria, solíamos reunirnos algunos niños para un juego peculiar. Nos contábamos historias. Era de los pocos juegos que conseguían sacarme de la biblioteca. Recuerdo que me subía a un tocón y hablaba de ninjas y robots y naves espaciales. A veces metía a mis compañeros de clase como personajes de aquellas historias, secuela tras secuela. Así que puedo decir que fui narrador antes que escritor. ¿De los buenos? Mejor corramos un velo piadoso a lo Mark Twain.
Por esa época escribí sobre un niño que viajaba en el tiempo y presenciaba el rescate de Sanguily. Nunca se lo dejé leer a nadie y en clase dije que no había hecho la tarea. Nos habían pedido un párrafo narrando un hecho histórico y yo llené cuatro páginas de mi libreta. Un desperdicio de tiempo y de espacio, pensaba entonces, porque mi pasión era dibujar y las hojas limpias, un recurso valioso.
No conservo ese texto. A veces imagino lo hermoso que sería encontrar alguno de mis proto-cuentos en viejas libretas de escuela. Luego recuerdo que todas mis libretas terminaban en el baño. La realidad no deja mucho espacio a romanticismos.
Ya en la vocacional, un profesor de Geografía nos orientó escribir un relato sobre la importancia de cuidar el Medio Ambiente. Recuerdo que escribí dos.
El primero lo narraba un trabajador de una compañía maderera que llegaba con sus hombres y maquinarias al corazón de la Amazonia. Allí tenían un encontronazo con la tribu local. Los intrusos sufrían una maldición que los convertía en árboles y así terminaba el cuento, con el narrador atrapado en su nueva forma, esperando la llegada de algún grupo de leñadores. No sé si era original, pero la idea me sigue gustando aún hoy.
Lo compartí con mis compañeros del albergue y les gustó. Pero también dijeron que era muy fantasioso. El seminario sobre Medio Ambiente estaba cerca y no iba a hacer el papelazo con una historia tan rara, así que escribí otro cuento, más complaciente, que terminaba con el clásico “todo había sido un sueño”.
El resultado, más que cuento, parecía un post de Facebook o un discurso de Greta Thunberg (y que conste que admiro a la muchacha). Al profesor le encantó. Llegó a compararlo con cierta canción de Ricardo Arjona. Eso me lo dicen actualmente y puede que las cosas se pongan violentas, pero en aquel lejano entonces yo también era fan del guatemalteco.
Hubo aplausos, muchos aplausos y tuve mis añorados 100 puntos. Pero yo no estaba contento. Me había auto-censurado y doblegado al gusto de la crítica. ¿Puede caer más bajo un escritor? Claro que entonces no lo veía de esa forma, solamente puedo decir que me sentí como el más vil y miserable gusano.
Ambos cuentos se perdieron entre mis libretas y sufrieron el mismo trágico final.
En mis largas noches del servicio militar comencé a fantasear con la idea de ser escritor. Hacía las guardias diurnas en el Punto de Control de Acceso, sin otra compañía que el primer tomo de las Narraciones Completas de Edgar Allan Poe. Pensaba que sería genial atrapar a un lector de la misma forma en que yo perdía noción del tiempo, hasta que el claxon de algún vehículo militar me hacía soltar el libro y correr al portón.
¿Por qué no lo intenté entonces? Tenía tiempo, lápiz y papel. Supongo que tiene que ver con algunos prejuicios hacia los intelectuales que heredé y que darían para un escrito mucho más largo.
Pasaron tres años más, antes de que escribiera un cuento por el simple placer de hacerlo. No he parado desde entonces y no creo que pueda.
Fue en 2013 que empecé a escribir de forma premeditada y también a ganar algunos concursos. Esas cosas me atrevo a ponerlas en mi ficha de autor y son el tipo de antecedentes que suele interesar a entrevistadores y lectores.
Todo lo que acabo de contar, en cambio, no pasa de un chismorreo. Un abuso de la confianza de quienes me publican. Un desperdicio del tiempo de quienes me leen. Pero ha sido un placer.
La Habana