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Entre ficción y realidad: superhombre de masas

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    Escrito por Jorge Ángel Hernández

    El desarrollo de la novela, desde el siglo XIX y hasta pasado el fin del siglo XX, ha estado marcado por la construcción de mundos ficticios que proponen una interpretación de la realidad. El mundo presentado en la obra intenta convencer al lector de que, al leer, descubre la realidad a través de esa ficción. Tanto era así que varias novelas realistas francesas fueron documentos de base para la fundamentación de las teorías de Marx acerca de la sociedad. Ya sean autores que pretenden presentarse como creadores de mundos que están fuera de la realidad como quienes buscan testimoniarla lo más fielmente posible, de Zola a Truman Capote, las permutaciones entre ficción y realidad se suceden, dando paso a interpretaciones de la realidad como si fuese ficción o, por el contrario, de la ficción como si fuese realidad.

    En sus conferencias de Harvard de 1993, Umberto Eco calificó a este ejercicio conjunto de creación y recepción literaria como “prácticas de confusión”. En la última de ellas, “Protocolos ficticios”, consideró que algunas de estas prácticas “son agradables e inocentes, otras completamente necesarias, y otras más trágicamente preocupantes”.[1] Eco saltaba así de la definición semiótica a la percepción del gusto en el ámbito de la recepción, lo que demuestra que los niveles de confusión, o traspaso del referente de ubicación referencial del suceso narrado, no inciden solo en un receptor idealmente masivo, ajeno a los mecanismos que estructuran la obra narrativa, sino además, y con igual consenso, en el más especializado de los lectores especializados.

    Advierte Eco en esa misma conferencia que “cuando alguien nos cuenta que han acontecido ciertos sucesos, instintivamente nos ponemos en una situación de alerta, porque suponemos que el que habla o escribe quiere decir la verdad y por tanto nos disponemos a juzgar como verdadero o falso lo que estamos escuchando”. La situación de alerta se basa, no obstante, en la codificación de los juicios predeterminados de los receptores en los cuales se mezcla ficción y realidad sin que importen las bases del análisis. El mismo autor, en su debut de novelista, alude con exquisita ironía a la tradición de la novela cuando titula “Naturalmente, un manuscrito” la introducción de El nombre de la rosa.

    Presentar el relato de ficción, que como ficción se reproduce en el ámbito de la recepción, es decir, esa sensación de alerta que predispone a los lectores, es un tópico común de la evolución de la novela, desde Petronio a Voltaire a Rabelais y hasta los mismos días de hoy. Las marcas ambientales en las que anuncia el hallazgo son de un llamado histórico importante, pues se valen de la permutación entre ficción y realidad a través de la permutación entre la perspectiva del sujeto narrador y la figura del autor. Luego de dar fe del día – 16 de agosto de 1968– y las características del manuscrito que ha llegado a sus manos, construye una epopeya personal que se desenvuelve en el interior de una circunstancia histórica concreta:

    “me deparó muchos momentos de placer mientras me encontraba en Praga esperando a una persona querida. Seis días después las tropas soviéticas invadían la infortunada ciudad. Azarosamente logré cruzar la frontera austriaca en Linz; de allí me dirigí a Viena donde me reuní con la persona esperada, y juntos remontamos el curso del Danubio.”[2]

    Imposible ser más sintético en la historia narrada, sobre todo en el punto del dato presentado: Praga en agosto del 68 como escenario de recepción de un manuscrito del siglo XIV cuando su único objetivo se hallaba en encontrarse con una persona querida, o sea, vivir una historia de amor. Esta historia de amor continuará y se consumará en las oraciones siguientes a pesar de la intervención de las tropas soviéticas en Praga.

    No son pocos los elementos codificados por la percepción de la realidad que contaminan la insólita ficción, o sea, ese manuscrito que es copia de copia y que, por tanto, no es necesario autentificar científicamente como histórico. La predisposición a que el autor conduce con estos elementos no es baldía, ni mucho menos ingenua continuidad tradicional. En la esencia de El nombre de la rosa –un policiaco convencional a lo Arthur Conan Doyle que se apropia de los conflictos de la época– va a estar el manuscrito real, perdido, reconocido por el conocimiento histórico. Y este es El libro de la risa, de Aristóteles.

    Por si no fuera suficiente la parodia de Holmes y Watson que encarnan sus personajes medievales, el asesino del policial es una representación referencial de Jorge Luis Borges, de cuya obra y sabiduría Eco bebió con generosidad. El personaje de Jorge de Burgos conoce, como Borges, como Eco, la fuerza y el poder que un libro puede contener. Y la necesidad de proscribir la risa, o para ser consecuentes con el motivo del crimen, de proscribir el reconocimiento de las circunstancias que motivan la risa, conduce al acto trágico, aquel que los griegos definieron como hybris. No es, por cierto, un tópico de masas. Demasiados meandros culteranos para el lector entrenado en las intrigas policiales, aun las más fieles herederas de esas cadenas de intríngulis de la razón, como es el caso.

    Los tópicos políticos de El nombre de la rosa tampoco se harían explícitos en Apostillas a El nombre de la rosa, obra que el autor publicó ante el inesperado éxito del libro. En estos apuntes Eco se detiene en los métodos de construcción del relato, pero deja de lado objetivos y procesos de construcción de resultantes ideológicas. Acaso, como apunta con su habitual ironía de hombre culto, no estaban delimitados en sus metas primarias y se construyen a partir de los propios tópicos al uso. A fin de cuentas revela que su libro no lo es sin otros libros y eso conduce a entender que no puede insertarse en una norma de recepción sin asumir ciertos estándares que han estado marcando las normas del consumo.

    Conocedor de la literatura popular occidental, de lo folletinesco a los diversos best-sellers que la historia literaria acoge al fin como clásicos, Eco sí se propuso un lugar en los receptores naturales del superhombre de masas.

    A Antonio Gramsci atribuye Eco su percepción de lo que llama “el superhombre de masas”, o sea, el héroe de novelas populares que establece un modelo de comportamiento a través del cual se entrelazan cuestiones más profundas en los planos de la ideología, las estructuras narrativas y las lógicas mercantiles.[3]  La confrontación de Gramsci surgía destinada, según Eco, más al “nietzscheanismo canijo imperante en su época” que al propio superhombre de Nietszche. Esto significaba atacar las bases ideológicas de la avanzada fascista cuyas técnicas se hallaban más en Edmundo Dantés que en Zaratustra. Métodos narratológicos y semióticos le sirven a Eco para replantear la hipótesis gramsciana, aunque, como era de esperar, tome cierta distancia de las conclusiones sociales del filósofo.

    Si una intriga está bien urdida, emocional y estructuralmente, debe surtir los efectos para los cuales ha sido concebida. Así de simple lo sostiene Eco. No obstante, y siguiendo a Aristóteles, apunta que:

    “los parámetros que hacen aceptable o no una intriga no radican en la propia intriga, sino en el sistema de opiniones que regulan la vida social”.[4]

    Gramsci considera que en el relato folletinesco se generan ilusiones que se hallan siempre más allá del lector, en una dimensión que no es precisamente utópica, sino onírica, por cuanto la utopía es un espacio otro alcanzable solo tras el viaje de lucha. La posibilidad de realización de tales ilusiones se hace pertinente solo en la conciencia de ensoñación de los espectadores. Es un final feliz, reconfortante, que genera placentera alienación, quiérase o no. La reproducción de una cultura de masas, contaminada por numerosos tópicos de aquello que se reconoce como cultura elevada en el proceso civilizatorio, mantiene aún sus códigos estructurales alienantes, aunque ha dejado de aislarse de los referentes cultos y se ha apropiado de sus nominaciones. El Código Da Vinci, de Dan Brown, que tanto revuelo de divulgación masiva consiguiera, es un ejemplo modal de este proceso dirigido a conformar el superhombre de masa. En esta novela, el autor depende del mito popular acerca de Leonardo Da Vinci, reproducido por el propio entramado de la manipulación masiva, para ajustarlo al esquema de la intriga elemental que desarrolla. Los códigos prestablecidos, sin la deliciosa ironía de El nombre de la rosa, por supuesto, garantizan el necesario trasiego de permutaciones entre ficción y realidad posible.

    Eco establece la doble división aristotélica de la novela: primero, la trágica, que refleja y no consuela, que coloca al lector ante el desenlace que menos desea; segundo, la popular, que considera “democrática” y “demagógica”, escrita para consolar al lector y, por tanto, para ofrecer las conclusiones que el consumidor desea. Su análisis, en este caso, se remite apenas a las técnicas de construcción de la novela, o sea, al resultado que la academia de entonces reclamaba, ilusionada por establecer que era posible un grado cero en la escritura.

    La ficción presentada, no obstante, no se reduce al consuelo propuesto por el desenlace, sino que afirma y confirma ciertos tópicos de percepción de las evoluciones históricas que le sirven de fondo. En Los tres mosqueteros hay, desde luego, buenos y malos, en personas y alianzas políticas, pero no asomos de condenas al sistema social de relaciones. Mutatis mutandis, es similar en El Código Da Vinci. Los tópicos de legitimación de los sistemas políticos permanecen intactos y el consuelo se descarga en la individualidad. La evolución de la novela que cierra el siglo XX y abre el XXI ha crecido, no obstante, no solo en el manejo de artificios, sino además en la capacidad de apropiación de ciertas normas de la herencia trágica. De ese modo, la incidencia en la percepción de la realidad a través de la ficción se adentra en terrenos más seguros, en resultados de consuelo que el receptor masivo espera, aunque el consuelo que recibe sea como una especie de comida chatarra que simula alimentarlo mientras corroe su expectativa de vida.

    Tan eficaz es su efecto, que esa corrosión de los niveles receptivos que la posmodernidad ha llevado a un estado natural de intercambio comunicativo, pasa como un simple ejercicio de inclusión. Tan efectivo es este tópico de complacencia, que consigue presentarse como mayoritario, relegando a una visibilidad limitada al conjunto de obras que toman el camino de la tradición transformadora, encaminada a salvar la dignidad humana.


    [1] Umberto Eco: Seis paseos por los bosques narrativos, Editorial Lumen, 1996, p. 132, Traducción de Helena Lozano Miralles.

    [2] Ídem.

    [3] Umberto Eco: El superhombre de masas, Debolsillo, Madrid, 1978.

    [4] Umberto Eco: El superhombre de masas, ed. cit.

    Equipo Editorial
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